Cuando un cristiano católico es asesinado a causa de su “fe en Dios Padre, en el Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo”, la Iglesia utiliza la alocución “in odium fidei”, abriendo la puerta a la beatificación canónica.
El informe anual de la Agencia Fides, publicado hace unos días, nos informa de que en 2022 fueron asesinados en el mundo 18 “misioneros”, es decir, mujeres y hombres que, en virtud del Bautismo recibido -que convierte a todo cristiano en misionero-, dieron su vida para servir a Cristo en los hermanos más pobres, débiles, marginados, enfermos, a los que la sociedad del éxito y la opulencia considera, de hecho, un “desecho” no digno de ninguna atención.
Misioneros y testigos de la fe, la esperanza y la caridad, sin utilizar explícitamente el término “mártir” para no anticipar un reconocimiento oficial, que sólo compete a la Iglesia. En cualquier caso, mártir deriva del griego “martyras”, que significa testigo.
La escasísima crónica de que disponemos nos habla de sacerdotes asesinados cuando iban a decir misa.
Una religiosa, médico, asesinada mientras estaba de servicio en el centro médico de la diócesis, se comprometió a atender a todo aquel que pidiera ayuda, sin diferencia de sexo, religión, etnia, pertenencia tribal ni nada por el estilo.
Siete sacerdotes y dos monjas asesinados en África. Una monja asesinada durante un asalto a la misión donde trabajaba: en lugar de pensar en salvar su propia vida, corrió a proteger a las chicas alojadas en el dormitorio (¡los casos de violencia sexual y secuestro para cualquier comercio sucio están a la orden del día!)
Un trabajador laico asesinado en la calle cuando se dirigía a la iglesia para dirigir una liturgia de la Palabra, en ausencia de un sacerdote.
Entre las misioneras asesinadas había también dos italianas: Sor María de Coppi, 60 años en Mozambique, y Sor Luisa Dell’Orto, 20 años en Haití, tras haber servido a los “últimos” en Camerún y Madagascar.
Mientras cada día, y con razón, se nos informa de las muertes en la guerra, de las muertes por Covid, de las muertes en el trabajo, de los asesinatos en la carretera, de los feminicidios, los grandes medios de comunicación corren un velo de silencio casi total sobre los muertos que -por amor a Cristo y a todo hombre, considerado como un “hermano”- han ido a la muerte sin reclamar para sí ningún derecho, salvo el de servir a los necesitados.
La primera categoría de noticias llena nuestros corazones y nuestras mentes de miedo, de angustia, aplastados por una especie de triunfo del mal que no tiene límites. Espectadores impotentes, que no saben invocar más que nuevos odios y venganzas.
El segundo, aunque inmerso en sentimientos de dolor y profunda emoción, nos consuela e ilumina con la luz del Bien hecho, visto, tocado. El mal, por muy dominante y violento que sea, no es el “amo del mundo”.
El Bien está ahí, existe y no puede ser sofocado si es cierto, como lo es, que estos 18 misioneros/testigos han abierto el camino a otros que, siguiendo las huellas de Cristo y su ejemplo de vida, continuarán la misión de servicio a la humanidad. Así ha sido durante dos mil años y podemos estar seguros de que así será “usque ad consumationem saeculorum”.
La buena semilla sólo puede dar buenos frutos, que nuestros tiempos necesitan dramáticamente. Como enseñó San Pablo VI, “el mundo no necesita influenciadores, profesores de nihilismo y pensamiento débil. Necesita testigos, de la belleza, de la Bondad y de la Vida.
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