LA VIDA Y LA PALABRA
En nuestra charla anterior estuvimos hablando acerca del sentido de responsabilidad, esa cualidad tan importante para el desarrollo de la persona, para el desempeño de sus actividades y para la convivencia social. Después de describir los efectos de su ausencia en el hombre y en la sociedad, empezamos a indagar acerca de los orígenes de esta cualidad, de cómo se forma en el ser humano.
Hablamos de las influencias ambientales y culturales que concurren a formarla, del impacto que tiene en su gestación el entorno geográfico, la educación y el ejemplo de los padres.
Pero dijimos que, yendo más allá de esos factores, en nuestra cultura occidental cristiana, sin negar la importancia de la herencia greco-romana y de la moral estoica que floreció antes y después de Cristo -y en la que muchos ven en parte una anticipación de la moral cristiana- en nuestra cultura, digo, el sentido de responsabilidad está firmemente anclado en el mensaje del Evangelio.
La frase “sentido de responsabilidad” no figura en la Biblia, pero sus supuestos se derivan de muchas de las enseñanzas contenidas en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En primer lugar, la ley del amor: “Haz con los demás como tú quisieras que hagan contigo” (Lc 6:31). Ésa es la regla de oro de la conducta cristiana; la expresión práctica del mandato mosaico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19:18; Mt 19:19). Si lo amo de veras, lo trataré como quisiera que él me trate. No puedo darle un tratamiento inferior, o menos considerado, del que yo espero de él.
Pero es imposible tratar bien a alguien si uno mismo no es responsable en sus actos, cuidadoso, prevenido, prudente porque, de lo contrario, le fallará en alguno de ellos. En otras palabras, amar no sólo de palabra sino de obra incluye necesariamente ser responsable. Una persona irresponsable, esto es, que carezca del sentido de responsabilidad, no podrá verdaderamente llevar su amor a la práctica beneficiando a los que ama, sino que, más bien, sin quererlo, perjudicará inevitablemente con sus actos los intereses, o los sentimientos de las personas que lo rodean, de sus conocidos, amigos y parientes (sin hablar de los que le son desconocidos), porque obrará de cualquier manera y sin tener en cuenta las consecuencias de sus acciones (Nota 1).
Si amas a los demás cumplirás bien los encargos que te den, porque si no, los perjudicas. Si los amas tendrás cuidado de las cosas, objetos, libros, equipos, etc., que otros te confíen; los cuidarás mientras estén en tus manos, y los devolverás intactos en el plazo estipulado. Eso supone ser responsable.
Ese principio abarca también a los préstamos. Si alguien te facilita una suma de dinero, y eres una persona responsable, la devolverás tan pronto como te sea posible. Demostrarás tu amor por esa persona pagándole lo que le debes. Si no lo haces, pecas contra el amor, en primer lugar; pero también contra el mandamiento que prohíbe robar, porque no devolver lo prestado es robar. En última instancia el que defrauda a otros no sólo es deshonesto, sino también es un irresponsable.
El médico, si tiene sentido de responsabilidad, atenderá a sus pacientes, le paguen o no le paguen la consulta, con lo mejor de sus conocimientos y ciencia. No dejará desatendido a ningún enfermo que se le acerque, porque se sabe responsable ante Dios de la salud y de la vida de sus semejantes (2). El cuidado que ponga en atenderlos será una muestra de su amor por ellos, aunque no les sonría, ni sea muy demostrativo. Vemos pues cómo también en este caso, el amor al prójimo y el sentido de responsabilidad caminan de la mano.
No se puede amar al prójimo sin ser responsable en sus actos, hemos dicho. Lo contrario, en cambio, sí es posible. Es decir, es posible ser muy responsable en el desempeño de sus funciones, pero no sentir al mismo tiempo amor alguno por las personas a las que se atiende. Hay que reconocer entonces que el amor, si bien está en la base del sentido de responsabilidad, lo trasciende, va mucho más allá de esa cualidad (3).
Santiago escribió citando a Jesús “que tu sí sea sí, y que tu no sea no”. (St 5:12; Mt 5:37) Eso equivale a decir: que tu palabra tenga el valor de un contrato, aunque no la respalde un papel firmado. Cumple con tus compromisos. Esto es, sé responsable cuando te comprometas. No lo hagas a la ligera, pero si lo haces, honra tu palabra.
Honrar la propia palabra es una norma eminentemente cristiana, porque Dios honra siempre la suya y no defrauda al que en Él confía. Si queremos ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5:48), nunca dejaremos que nuestra palabra caiga al suelo, porque, como se dice en Josué, Dios nunca deja que su palabra caiga por tierra, todas se cumplen (Js 21:45; 23:14). Su palabra “permanece para siempre”, dice la Escritura (Is 40:8; 1P 1:25). En la medida de nuestras fuerzas nuestras palabras deben permanecer, deben ser siempre válidas, mientras tengamos aliento de vida.
Cuando el cristiano dice: “Te doy mi palabra”, debe saber que está poniendo a Dios por testigo de su compromiso. ¿Y cómo podría cumplirlo si no tiene sentido de responsabilidad? En casos como éste, la veracidad, la fidelidad de un cristiano, su amor por la verdad, lo empujan a ser una persona responsable.
No es realmente cristiano el que irresponsablemente incumple su palabra, o defrauda a sus acreedores, o no entrega a tiempo el trabajo contratado, o lo hace mal, o llega tarde a las citas.
La puntualidad es una cualidad eminentemente cristiana, y es un componente del sentido de responsabilidad. Pablo escribió: “aprovechad bien el tiempo” (Ef 5:16). El tiempo ajeno y el propio son un don de Dios. Yo robo a otro su tiempo si llego tarde a una cita. Si suelo ser impuntual, demuestro que carezco del sentido de responsabilidad en la administración de mi tiempo, y en el respeto del tiempo ajeno.
Pero es sobretodo en el trabajo donde se manifiesta más claramente el sentido de responsabilidad. Pablo dijo en Colosenses: “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (3:23). “De corazón”, es decir, con todo mi ser, con todas mis fuerzas.
Si yo realizo mi trabajo “no sirviendo al ojo” que me ve, sino temiendo a Dios (Ef 6:6), ejecutaré mis labores con sentido de responsabilidad, haciéndolas de la mejor manera posible, y de acuerdo a los deseos del que contrató mis servicios porque, encima de él está Dios a quien sirvo.
Si desempeño mis labores de una manera descuidada, sin interés, sin esforzarme; si hago mal el trabajo que me encargan, si no cumplo los plazos de entrega, doy mal testimonio de mi condición de cristiano; hago quedar mal el nombre de Dios al mostrarme como un irresponsable, un inmaduro.
Mi devoción al honor de Dios hará que en todo lo que haga quede muy en alto el nombre de cristiano que llevo, el nombre de Cristo, mi Señor. Mi adhesión a su nombre me obligará a ser una persona responsable.
Pero, en última instancia, el sentido de responsabilidad tiene su origen en el hecho de que todos nosotros vamos a dar cuenta a Dios de todos nuestros actos en el día del juicio. Somos responsables ante Él de cada acción que emprendamos, de cada labor que ejecutemos, de cada cita a la que acudamos, de cada minuto que perdamos, de cada “palabra ociosa” o dañina que pronunciemos (Mt 12:36). Él no nos preguntará literalmente con cuánto sentido de responsabilidad actuamos ante el mundo y ante los cristianos, pero esa pregunta estará implícita cuando comparezcamos para juicio delante de su trono.
Sabemos que algún día nos presentaremos ante el Juez de vivos y muertos para dar cuenta hasta de la menor de nuestras acciones. Y para recibir la recompensa, el pago, que merecen nuestros actos (Jb 34:11, 1P 1:25). No tendríamos que dar cuenta, ni recibiríamos recompensa alguna, si no fuéramos responsables de lo que hacemos.
En esa hora muchos paganos que siguieron solamente los dictados de su conciencia, y que serán juzgados por ella (Rm 2:14-16), serán admitidos al cielo y recibirán, quién sabe, una recompensa mayor que muchos cristianos, porque cumplieron con sus obligaciones terrenales mejor que éstos; porque fueron responsables de sus actos; y porque, como dijo Jesús: “Al que mucho recibe, mucho se le demanda.” (Lc 12:48). Y nosotros hemos recibido más que los paganos.
Sé pues tú responsable en todas tus ocupaciones, en toda tu conducta, ante tus hermanos y ante el mundo. Demuestra que eres un digno hijo del más responsable, sí, del más responsable de todos los padres, del más responsable de todos los patrones, del más responsable de todos los señores, de Aquél que se sintió tan responsable de tu destino eterno que mandó a su único Hijo a morir por ti, para que algún día tú pudieras gozar de su presencia y no fueras condenado por tus actos irresponsables.
Notas: 1. Quizá el elemento más importante del sentido de responsabilidad sea éste: el tener en cuenta las consecuencias posibles de nuestros actos y omisiones. Esa conciencia es una manifestación de madurez.
2. Lo que ocurre en nuestros hospitales, los lamentables casos de descuido, y los errores trágicos que se producen con frecuencia, son una muestra de la falta de esa cualidad entre nuestros galenos.
3. Hay personas que son muy responsables por educación, o por cultura, o por hábito, o por presión del ambiente, o por inclinación natural del carácter, y que, al mismo tiempo, son secas y carentes de amor. Y hay también quienes son muy responsables en hacer el mal. Esto es, que lo hacen a conciencia, sirviendo al más cruel de los capataces, al enemigo de sus almas. Paradojas de la naturaleza humana que muestra cómo las virtudes humanas, divorciadas de su fuente, que es Dios, pueden torcerse y volverse perversas.
NB. El texto de esta charla radial fue publicado por primera vez en una edición limitada, el 18.07.04, y contenía material que había sido publicado previamente en el diario “Gestión”. Como el artículo anterior del mismo título, lo vuelvo a publicar, ligeramente revisado, a fin de ponerlo a disposición del mayor número posible de lectores.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36). Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
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