Sobre todo, para los padres
En un artículo anterior, comentaba que las normas eran muy oportunas también para los padres: para poner freno a nuestra arbitrariedad, de modo que no improvisáramos ni actuáramos en función del humor o del estado de ánimo, del cansancio, la desgana o el simple afán de imponernos, abusando de nuestros años y autoridad.
Las reflexiones de hoy, complementarias, pretenden ir más lejos.
Intentan mostrar que los cauces por los que discurre el quehacer educativo resultan imprescindibles,
- no también para los padres —lo que supondría que antes lo son para los hijos—,
- sino sobre todo y en primerísimo término para nosotros: somos justo los padres quienes primaria y radicalmente hemos de habérnoslas con los cauces educativos.
Como agentes —nosotros los establecemos—, pero también como destinatarios: nos ceñimos o sometemos a ellos.
Como agentes-y-destinatarios.
Son, sobre todo, cauces para nuestra propia actitud y conducta: autorreguladores.
En educación, los cauces son imprescindibles, en primer lugar y antes que nada, para los padres.
Cauces, mejor que límites
¿Por qué cauces y no límites?
El simple esbozo de la imagen mental lo sugiere.
Limitar tiene una inevitable y primaria y casi excluyente connotación negativa: dificulta o frena el crecimiento.
- El inadecuado, sin duda (al menos, eso pretende).
- Pero no siempre ni solo: también el sobresaliente, el extraordinario.
- Como en la parábola del trigo y la cizaña, al tratar de eliminar la desmesura de las malas hierbas, cabe también agostar el buen fruto, granado y sabroso: conservar solo lo anodino, lo que todos hacen.
Al encauzar, por el contrario, nada se pierde de la energía originaria.
- Más bien se incrementa, aprovechando lo que se desperdiciaría, disperso y desparramado, fuera de madre.
- Y la velocidad y el caudal se multiplican, igual que la eficacia, al concentrar el fluido en la dirección y sentido previstos: los que generan mayor rendimiento.
- El cauce impide que se pierdan por el camino las energías turbulentas y exuberantes, que amenazan con rebasar los límites, y por eso anuncian un posible peligro; pero que por lo mismo —si el riesgo se asume consciente y sensatamente— son capaces de ofrecer resultados que trascienden lo común, acercándose a lo genial, superlativo y digno de asombro.
Los cauces permiten aprovechar todas las energías, también las que darán resultados más allá de lo común.
Adelantarse
Pero hay más. Encauzar significa necesariamente ir por delante. Y esto es clave para educar. Porque significa haber previsto, conocer bien a la persona a la que se pretende orientar, tener clara conciencia de sus cualidades, que procuramos aprovechar, potenciándolas al máximo.
Con los límites, basta pronunciar un “no”.
- Un no con frecuencia solo reactivo, momentáneo, maquinal, sin inteligencia ni propósito concretos.
- Un no neutro, insustancial, provisto solo de la fuerza del reproche o del afán de evitarnos problemas.
- Un no anónimo e impersonal, ajeno a las características de la persona censurada, siempre única.
- Un no indiferenciado, opuesto tanto a la charlatanería inútil de quien divaga en tiempo de estudio como a la explicación del hermano mayor, que quizá exceda también el volumen aceptable, pero movido por la pasión de quien se esfuerza por hacerse comprender, por auténtico cariño a su hermano.
Para encauzar se precisa el “sí” del amor.
- El sí que no busca solo ni ante todo anular lo que me molesta.
- El sí que desplaza el centro de gravedad desde mí mismo hacia la persona amada.
- El sí que asume como referencia primordial el bien de aquel a quien se educa: sus posibilidades de desarrollo.
- El sí que, con Salinas, pretende «sacar de ti tu mejor tú».
El “no” que limita y restringe gravita a menudo en torno al yo. El “sí” que encauza tiene siempre que anticipar el bien de la persona amada.
Ampliar horizontes
Los cauces anticipan una alternativa a las acciones inadecuadas. No se limitan a rechazar o impedir. Disciernen y proponen. Y, por eso, educan.
Hoy son las pantallas. En mis tiempos, la televisión.
Cuando decidimos que no se viera en casa —como decirle hoy a un adolescente que vaya por la vida sin teléfono móvil—, sabíamos muy bien lo que anticipábamos.
- No solo que ni Lourdes ni yo íbamos a verla a escondidas (ni se nos pasó por la mente).
- Sobre todo, que yo, el padre de familia, menos ocupado con las faenas del hogar, iba a dedicar las tardes completas del sábado a mis hijos, enseñándoles lo que yo sabía: juegos de manos, papiroflexia, “guerras de cálculo mental”… ¡incluso redacción!
- Que procuraría descubrir en qué “era bueno” cada uno de ellos, y aprenderlo —si fuera necesario— para poderlo practicar juntos (me gustase más o menos).
- Que, como “alternativa” a la ausencia de televisión, tendríamos que ingeniárnoslas para fomentar sus deseos de leer y apreciar la buena música (el club de lectura Frente al mar, con un carnet que era sellado cada vez que el hijo entraba en el “despacho” para leer y oír música clásica).
- Y un dilatado etcétera.
El hijo pasaba a primer plano.
Y es el hijo quien hace padre a su padre… y también lo hace educador.
Le obliga a ir por delante, a explorar nuevos territorios.
Nadie puede educar sin simultáneamente educarse, sin el empeño por crecer personalmente.
El verdadero educador es, siempre y de manera simultánea y sobre todo, educado.
Con las propias pisadas
Con lo que indirectamente encontramos también una respuesta para el exiguo número de normas que conviene establecer en el hogar, al que me refería en un artículo precedente.
¿Por qué pocas, muy pocas, solo las imprescindibles?
Porque cada una de ellas ha de ser soportada —mantenida, sostenida en pie— por el propio comportamiento: no forzosamente por la victoria, pero sí por una lucha sincera, leal y constante.
- Si el amor y el respeto hacia la madre se manifiestan, por ejemplo, en que jamás —¡jamás!— se le alza la voz, el padre tiene que abrir camino:
- ser sumamente delicado en la manera de dirigirse a ella, especialmente cuando no estén de acuerdo, o en los momentos de particular tensión o cansancio.
- (Y lo mismo la madre con él. Y ambos con los hijos: sí, ambos con los hijos).
- Si los hijos tienen que aprender a reconciliarse —pretender que no se peleen de vez en cuando “como buenos hermanos” ni siquiera me parece educativo—,
- el padre tendrá que pedir perdón a su esposa delante de los hijos siempre que delante de ellos le haya faltado mínimamente al respeto.
- (Y lo mismo la madre con él. Y ambos con los hijos: sí, ambos con los hijos) [pedir perdón a un hijo, cuando sea conveniente, es uno de los modos más maravillosos y eficaces de incrementar la propia autoridad paterna o materna].
Y los ejemplos pueden multiplicarse… siempre que uno/una esté dispuesto a soportarlos/sostenerlos con la propia conducta. De lo contrario, mejor abstenerse.
Por eso los cauces comienzan por los padres.
Los cauces para la educación de los hijos son los que los padres establecen ¡con su propio comportamiento! Ni uno más.
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