Como muy bien decía Tomás de Aquino, “el fin es aquello por lo cual algo es”. Esto significa que una realidad se comprende cabalmente cuando se conoce su razón de ser, la meta a la cual se dirige, que la justifica y que permite entender adecuadamente la disposición de los medios empleados con tal propósito. En caso contrario lo anterior se hace difícil, pues no se capta su orden. Por eso las nociones de fin y de orden son como dos caras de una medalla.
Lo anterior hace que una misma realidad pueda ser percibida de manera muy diferente si se conoce o no el fin al cual tiende. Y en muchas ocasiones no es posible descubrir este fin en sus etapas más tempranas. Es por eso que aspectos que luego de dicho descubrimiento pueden resultar evidentes, hayan sido casi imperceptibles con anterioridad. Por lo tanto, de alguna manera, conocer el fin puede significar estar en presencia de otra realidad.
Aplicaremos el anterior razonamiento a nuestra actual situación sanitaria, que ya cumple los dos años. Ello, pues al cabo de este tiempo y viendo las cosas en retrospectiva, es posible percibir muchos aspectos que en un principio eran invisibles. Y el dato que ahora se presenta como evidente y desde el cual haremos un nuevo análisis de nuestra situación, es la creciente exigencia e incluso imposición que se está produciendo en varios países respecto del llamado “pase de movilidad”, “certificado de vacunación”, “pase sanitario” o como quiera llamársele.
En efecto, de manera creciente y preocupante, en la mayoría de los países de Occidente y con la excusa de la así llamada “pandemia”, las autoridades han procedido a restringir un cúmulo cada vez mayor de libertades y derechos fundamentales de sus ciudadanos, al exigirles para poder ejercerlos este “pase de movilidad”, para cuya obtención es necesario haberse vacunado cada cierto tiempo. Y si bien se esgrimen para justificar esta medida razones sanitarias, lo anterior constituye un dato de la máxima importancia para nuestras sociedades, al punto que en un futuro bastante próximo podrían cambiar drásticamente las condiciones de vida a las que estamos acostumbrados.
En efecto, este cambio radical se debe a que antes los ciudadanos gozaban libremente de un cúmulo de derechos y libertades, esto es, podían ejercerlos sin pedir permiso a nadie y cuando quisieran, a menos que por razones justificadas de convivencia o por la misma libertad de los demás, existieran algunas restricciones para ello. Sin embargo, se estaba partiendo de una situación de autonomía de las personas, de decisiones individuales, que sólo en casos excepcionales y fundamentados podían o incluso debían sufrir restricciones.
Sin embargo hoy nos encontramos transitando hacia una situación exactamente opuesta, en la cual para poder llevar a cabo esos mismos derechos y libertades que otrora ejercíamos cuando nos daba la gana y sin tener que dar explicaciones o pedir permiso a nadie, ahora requieren de manera creciente de la aquiescencia de la autoridad. Y esto constituye un giro absolutamente radical sobre cuya gravedad muchos no han tomado debida conciencia.
En realidad, aunque a primera vista las cosas parecieran seguir más o menos igual (se pueden continuar haciendo las mismas actividades que antes, sólo que con más requisitos), posiblemente nos encontramos en un punto de inflexión sin par en la historia humana. Ello, porque se está pasando de un principio de libertad a otro de autorización.
En efecto, es muy distinto que una actividad (pasear por la calle, ir al cine, reunirse con otras personas, poder ir a trabajar y un larguísimo etcétera) pueda hacerse de motu proprio que sujeto a la autorización de alguien. Ello, por la sencilla razón que de no existir esta autorización, sería imposible llevarla a cabo. Y este es un punto esencial, se insiste, porque el centro de gravedad ha pasado desde la libertad del individuo al dominio y poder de la autoridad.
En el fondo podría aplicarse aquí la vieja y tan criticada distinción jurídica entre el Derecho Privado y el Derecho Público. Como se sabe, en el primero su principio fundamental es que “puede hacerse todo lo que la ley no prohíbe”. En cambio en el segundo su principio rector es el opuesto: “sólo puede hacerse lo expresamente permitido por la ley”. Así, en el primer caso, la ley (y por tanto la autoridad), únicamente tiene la posibilidad de restringir a posteriori algunas actividades de los particulares que han emanado de la decisión de estos últimos; por eso sólo puede intentar limitarla una vez iniciada o hacer lo posible para que ella no surja. Pero se insiste, es una situación sobre cuya génesis la autoridad no tiene el control y únicamente puede tratar de limitarla o de inhibirla.
Nada de esto –y en realidad es exactamente lo contrario– es lo que ocurre en la situación que estamos comentando. Ello, pues como la actividad del ciudadano depende de la previa venia de la autoridad, mientras ella no se otorgue, dicha actividad sencillamente no existe, no puede llevarse a cabo, con lo cual las posibilidades de control pueden llegar a ser incluso totalitarias.
Y es frente a esta disyuntiva ante la cual nos encontramos: porque los “pases de movilidad” podrían ser el primer pero decisivo paso para transitar desde una sociedad de libertades sometidas a algunas restricciones posteriores, a otra de autorizaciones y controles previos absolutos por parte de la autoridad, y como si fuera poco, a nivel planetario. Dicho de manera muy simple: es muy distinto preguntar “¿por qué no puedo hacer esto?” a preguntar “¿puedo hacerlo?”.
Obviamente muchos dirán que esta situación se encuentra plenamente justificada, en razón de la pandemia que nos aqueja. Sin embargo (y si dejamos de lado la versión absolutamente terrorífica de los hechos que nos presentan diariamente los gobiernos y los medios de comunicación), si se mira con atención y objetividad, este estado de pánico no tiene ningún sentido, al menos por dos razones.
La primera, porque nos encontramos ante una enfermedad con niveles de contagio muy bajos y cotas de muerte francamente ridículas. Ello, pues de acuerdo con datos oficiales de la Universidad John Hopkins, si somos 7.800 millones de personas en el planeta, hasta finales de 2021 se habrían contagiado 280 millones (es decir, un 3,6%), de los cuales han fallecido 5,4 millones (o sea, menos de un 2% de los enfermos y de un 0,07 de la población total), y además, en un plazo de dos años. Dicho de otra manera: esta enfermedad posee un 99,93% de sobrevivencia. Y si se quiere comprobar esto empíricamente, piense cada uno en cuántas personas conocidas han muerto por Covid en estos dos años. Sin lugar a dudas serán muy pocas.
La segunda, porque también de acuerdo con lo que señala la autoridad, las vacunas no impiden el contagio ni que los que la reciben se enfermen e incluso puedan morir, aunque se asegura que ello ocurre en un porcentaje menor que en el caso de quienes no se han inoculado.
En consecuencia, ni debido al volumen del problema ni tampoco en razón de la efectividad del remedio que se ha impuesto para solucionarlo, se justifica la desproporcionada y abusiva restricción de derechos a que ha sido sometida la población, al pretender la autoridad exigir una vacunación total para obtener este “pase de movilidad”, cambiando además permanentemente las reglas del juego. Incluso desde un punto de vista sanitario es al revés, pues al dar una falsa sensación de seguridad, las personas premunidas de este “pasaporte sanitario” podrían contagiar más que las que no lo tienen, al dejar de tomar otras medidas para evitarlo, al creerlas innecesarias.
Por tanto, si por un lado se toma conciencia de la trascendental importancia que tiene este giro –pese a parecer tan sutil y justificado– de exigir este “pasaporte sanitario” para poder hacer ahora sólo con autorización lo que antes podíamos realizar libremente, y por otro se comprende que no estamos ni de broma ante una situación apocalíptica de salud pública, se percibe que la razón última de todo lo que nos ha ocurrido en estos dos últimos años no es médica, sino política.
En el fondo, esta crisis psicológica más que sanitaria ha sido la excusa perfecta para cambiarnos las reglas del juego e introducir subrepticiamente un arma de control sobre todos nosotros. Y la única razón por la cual la mayoría de la ciudadanía no ha protestado por este abuso, es porque se encuentra aterrorizada ante esta crisis de salud inexistente, creada básicamente por la propaganda monocorde y sin contradictores de los medios masivos de comunicación.
Pensar que la autoridad va a dejar pasar una oportunidad como esta para acrecentar su poder y control sobre los ciudadanos es de tal ingenuidad, que ni siquiera merece comentarse. Y lo mismo en cuanto a si estaría dispuesta a colaborar o incluso a ser la impulsora de este proceso. El afán de poder es insaciable, pues por su propia naturaleza, el poder es expansivo.
Por eso y como se señalaba en un comienzo, cuando se conoce el fin u objetivo de algo es que resulta posible comprenderlo a cabalidad. En consecuencia, si partimos por la creciente y abusiva exigencia de este “pase sanitario”, pese a su falta de fundamento, y en caso de existir alguno, de su inutilidad, es que todo lo que nos ha ocurrido en estos dos años adquiere un nuevo cariz e incluso nos sorprende.
Por lo tanto, hay que decirlo claro: la actual “pandemia” no existe, y ha sido una increíble orquestación global para arrebatarnos nuestras libertades e imponernos una nueva sociedad totalitaria, tolerada por la ciudadanía en razón del notable trabajo psicológico de que ha sido objeto por los medios de comunicación y los gobiernos, mediante la infusión de un miedo irracional respecto de una situación casi baladí. Es por eso que se ha dicho que el campo de batalla es hoy la mente de cada uno de nosotros, siendo crucial convencer a las personas de que estamos ante una situación apocalíptica y que la autoridad, generosamente nos salvará de ella, a cambio de la entrega de nuestras libertades.
El “pase sanitario” es así el inicio de una sociedad totalitaria global cuya consolidación no podemos permitir. Ello, pues con la actual tecnología va camino de convertirse en un sistema absoluto de control sin retorno, pues puede almacenar todos nuestros datos (gustos, convicciones, actividades, amistades, dinero, etc.) y ser usada esta información para que la autoridad nos otorgue o restrinja nuestras libertades, dependiendo si comulgamos o no con su modo de ver las cosas.
Es por todo lo dicho que nos encontramos tal vez en el momento más importante y crucial de la historia humana, que podría no tener retorno. Así pues, ¿queremos libertad o esclavitud?
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