Quien ama mucho es muy feliz

La felicidad aristotélica habría de concebirse, más que como un derecho, como el “deber fundamental” de exprimir la propia vida y hacerla rendir al máximo

Directa y exclusivamente

La felicidad es directa y exclusivamente proporcional a nuestra capacidad de amar, expresada en actos.

La felicidad es directa y exclusivamente proporcional a la calidad de nuestro amor.

Felicidad-perfección y felicidad-dicha

Cuando preguntas a un contemporáneo si es o no feliz, de manera connatural piensa en la dicha: responderá que “sí” o que “no”, en función del grado de satisfacción que le proporcionen sus actividades. 

Ser feliz se interpreta hoy como “estar bien en la propia piel”, “sentirse a gusto con uno mismo”, “disfrutar a tope” y un largo etcétera, siempre en la línea de las gratificaciones que puede dispensar la existencia humana… y a las que todos tenemos “derecho” (concebir la felicidad como un derecho fundamental —y el no ser feliz como una tremenda injusticia— es propio también de nuestros días).

Hoy, la felicidad suele concebirse como el derecho a disfrutar de la propia existencia: como dicha o satisfacción absoluta. 

Como la causa y su efecto

No era así entre los clásicos, que identificaban la felicidad con el desarrollo personal, fruto del propio esfuerzo. 

Por eso, para evitar equívocos, la eudemonía de Aristóteles se traduce hoy por “vida lograda”, no por felicidad.

Más aún: interpretada con los esquemas actuales, la felicidad aristotélica habría de concebirse, más que como un derecho, como el “deber fundamental” de exprimir la propia vida y hacerla rendir al máximo.

Y el gozo, más que la felicidad (concebida primariamente como plenitud), sería un efecto o consecuencia de ella. 

La felicidad, entendida como perfección (la felicidad-perfección), traería como consecuencia la felicidad-dicha.

Los mecanismos del gozo

No estamos ante algo insólito. 

Buena parte de las experiencias placenteras derivan del buen “funcionamiento” de nuestras facultades. 

Una o varias facultades alcanzan una relativa perfección, de la que se sigue un deleite proporcional al desarrollo logrado.

La satisfacción, en sus diversas modalidades, deriva del ejercicio correcto de una o más facultades.

En el límite…

La felicidad-dicha sería, entonces, la resonancia subjetiva provocada por el enriquecimiento de la persona en cuanto persona.

El crecimiento de una porción de nuestro ser provoca una satisfacción parcial y transitoria; el de la persona en cuanto persona nos acerca a la felicidad.

Solo el amor

Pero solo una acción es capaz de hacernos crecer como personas y engendrar la dicha correspondiente: el amor que culmina en la entrega.

Las demás actividades son lo que son, con su grandeza y su limitación constitutivas. 

Solo el amor carece de límites (al amar más, dilato las fronteras de mi corazón) y solo él es capaz de transformar en amor el resto de mis actos (todo lo legítimo puede convertirse en amor).

Realizadas por amor, todas las acciones legítimas se transforman en amor.

Realizada por amor, cualquier acción legítima se transforma en amor.

El mejor pianista

Suelo comparar la consecución humana de la felicidad con lo que sucede al mejor pianista de todos los tiempos: grandioso, pero siempre en camino, necesitado de avanzar cada jornada. 

Si durante uno o dos meses se relaja y abandona la práctica de su arte, deja de ser el mejor. 

Pero, en virtud de su grandeza, para crecer no le bastan las escalas o las interpretaciones rutinarias. 

Para subir más alto, justo por ser el mejor, necesita crear: en la composición o en la interpretación.

El mejor, para crecer, necesita actividades proporcionadas a su inmensa talla, a su condición de “el mejor”.

La plenitud humana

También la persona humana es grandiosa y limitada: debe siempre aspirar a más.

Pero, justo en virtud de su grandeza, para crecer como persona no le basta cualquier acción: 

Estamos ante crecimientos auténticos, pero sectoriales, de los que deriva una satisfacción también parcial.

Para crecer como persona y ser feliz, el hombre necesita aquella actividad en la que manifiesta su sublime grandeza: el amor, la entrega de sí, capaz también de transformar en amor las demás acciones legítimas.

La persona humana se acerca a la felicidad en la medida en que transforma en amor todo cuanto hace: quien ama mucho y bien, es muy, muy feliz.

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