¿Es toda persona digna de respeto?
Tal vez al leer este enunciado, tu atención se haya dirigido a la palabra “toda” y hayas pensado que sí, que toda persona debe ser respetada.
Por mi parte, pienso que la afirmación es correcta, pero insuficiente: respeto es un término genérico, admite diversos grados… y no acaba de definir la actitud debida a la persona.
Respeto lo merece cualquier realidad, de manera proporcional a su propia categoría.
- En el fondo, cuando regañamos a un hijo por pintarrajear la tapicería de un sillón, rayar un mueble o ensuciar la pared, nos apoyamos en el respeto, mínimo pero real, que reclaman esos enseres (y, de manera más definitiva, en el “respeto” debido a las personas que los utilizan).
- Y algo análogo sucede cuando pedimos que no se pise el césped, no se estropee una planta o no se haga sufrir a un animal… si no existe un motivo justificado para hacerlo.
Respeto lo merece cualquier realidad, de manera proporcional a su propia categoría “ontológica”.
Con motivo y “sin motivo”
¿Cuál es, entonces, la diferencia?
Veámoslo así:
- Las restantes realidades pueden ser dañadas e incluso destruidas, si existe un motivo que lo justifique (nuestra alimentación o vestido, razones urbanísticas y tantas otras).
- Pero nunca existe un motivo justificado para atentar contra la dignidad de la persona: ¡nunca!
¿Por qué?
Porque la persona —cualquiera, cada una de todas— no es solo merecedora de respeto, sino de reverencia o veneración.
Los romanos de los primeros siglos de nuestra era, en un contexto pagano, se referían al enfermo como res sacra miser: alguien en estado penoso, digno por tanto de compasión… ¡pero sagrado!
Merecedor, pues, de veneración o reverencia.
Para dañar cualquier otra realidad, tiene que existir un motivo que lo justifique. Pero nunca puede haber un motivo que justifique atentar contra la dignidad de las personas.
Respeto, reverencia… ¡amor!
Y no exageraban. Kant lo repetiría, muchos siglos después, en un contexto más amplio.
Pero también él se quedaba corto. La grandeza de la persona reclama no solo ese grado supremo de respeto que conocemos como reverencia o veneración, sino auténtico amor.
Un amor que consiste:
- no solo ni principalmente en procurar que la otra persona se sienta bien,
- ni en sentirnos bien nosotros,
- sino en poner todos los medios a nuestro alcance para procurar que sea buena, cada vez mejor.
El amor es la única actitud-comportamiento acorde con la dignidad de la persona: el amor, sólo y siempre.
¡En familia!
Ese es el amor que reclaman, de entrada, nuestro cónyuge y cada uno de nuestros hijos, por su sublime condición de personas.
También cuando nos “caen mal”, nos molestan, nos enfadan… o no se portan objetivamente como deberían.
También entonces hemos de amarlos. También entonces son personas.
- Ante todo, son personas.
- Ante todo y “sobre” todo: su condición de persona “pasa por encima” de su falta de oportunidad o de empatía… y de su mal comportamiento.
Siempre hemos de amarlos: ayudarlos a ser mejores, aunque eso lleve consigo que ellos y nosotros no nos sintamos bien o incluso pasemos un mal rato o nos llevemos un disgusto de categoría.
Hemos de procurar que aquellos a quienes amamos sean mejores personas (en eso consiste el amor más auténtico), aunque eso implique algunas veces que ellos o nosotros no nos sintamos bien.
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