Desgraciadamente, llegan malas noticias en el frente de la vida: el Tribunal Constitucional de Ecuador, recogiendo las protestas de algunas asociaciones feministas, ha anulado en lo esencial el derecho fundamental a la objeción de conciencia contra el aborto, introduciendo una enmienda al Art. 24 Apartado 10 de la Ley Orgánica, actualmente reguladora de la materia.
Se trata, por desgracia, de otro triste ejemplo del poder judicial que, mediante sentencias ideológicas, desmantela de hecho el Estado de Derecho y lleva a cabo una acción legislativa revolucionaria, sustituyendo indebidamente al Parlamento.
Como es habitual, Ecuador también ha recurrido al caso extremo, para introducir la práctica: así, en el caso de zonas remotas, lejanas y de difícil acceso, el médico objetor, si es el único que puede realizar el procedimiento abortivo, se ve obligado a realizarlo “con la debida diligencia y sin demora“, como reza la frase, les guste o no, aplastando su conciencia.
El tribunal también eliminó el requisito de que las menores presenten una autorización de su representante legal para poder abortar. Una vez introducida la excepción, se rompe el banco y el caso particular se convierte en regla, lo cual es especialmente odioso en este caso, ya que obliga al profesional sanitario a realizar actos contrarios a sus creencias, valores y fe.
Sin embargo, también llegan malas noticias desde España, donde se han conocido las cifras del número de abortos practicados en 2021. Se ha producido un aumento preocupante: el 21,1% de los niños concebidos, es decir, más de uno de cada cinco, son asesinados en el vientre materno, casi medio punto porcentual más (0,44%, para ser precisos) que en 2020. La masacre de inocentes se cobró un total de 90.189 víctimas. En 2020 había 88.269.
Las razones, dramáticamente, son en su mayoría fútiles o eugenésicas: incluso si tomamos al pie de la letra los datos oficiales, sólo el 5,58% de los casos se deben a riesgos graves para la vida de la madre, mientras que el 3,12% se deben a anomalías del feto consideradas graves, el 0,29% a anomalías del feto consideradas incompatibles con la vida, y el resto de los casos (el 91,01%) están en cambio relacionados con ese universo de pretextos económicos o psicológicos, que suenan a sentencia de muerte para niños inocentes.
Las estadísticas aún nos dicen que el 72,42% de los abortos se practicaron durante las primeras semanas de embarazo, mientras que el 0,16% se realizaron después de la semana 23.
Las solicitantes son en su mayoría mujeres de entre 20 y 39 años, pero la media podría bajar aún más, ya que en los últimos días se ha aprobado la ley propuesta por los socialistas y comunistas en el Gobierno, que reduce la edad mínima para abortar a 16 años y sin consentimiento paterno, elimina el plazo mínimo de tres días para una posible reconsideración y persigue a los objetores de conciencia, expulsándolos de los comités clínicos encargados de decidir sobre la vida del no nacido.
La objeción de conciencia también está en el punto de mira en Estados Unidos, donde el presidente Biden pretende derogar la norma de la era de la Primera Enmienda que pretendía su predecesor Trump para proteger los derechos de conciencia del personal sanitario, de modo que nunca se aplique y las clínicas a favor del aborto puedan obligar a los médicos y enfermeras cristianos a practicar y promover el aborto y el suicidio asistido, sin que se les corten los fondos públicos.
La situación no es mejor en Irlanda, donde el 95% de los bebés diagnosticados con síndrome de Down son abortados, aunque -como señala el New York Times- las pruebas de cribado prenatal habituales no son tan fiables y no puede excluirse la posibilidad de falsos positivos.
Sin embargo, la mera presunción de patología lleva a muchas, demasiadas familias, a decidir “deshacerse” de sus hijos, a eliminarlos, a matarlos en el vientre materno, aterrorizadas ante la perspectiva de que puedan estar abatidos. La hipótesis de la patología prevalece en el imaginario de estos padres y condena eugenésicamente a muerte a todos estos pequeños.
A estas alturas, en todo el mundo ha saltado la alarma sobre el invierno demográfico, ya no nace gente, y esto plantea, incluso desde un punto de vista puramente pragmático, infinidad de problemas.
Sin embargo, ésta es la única emergencia que -increíblemente- no sólo no parece querer remediarse, ofrecer soluciones, dar respuestas con políticas familiares incentivadoras, ayudas a la maternidad, etc., sino que se agrava con políticas anticonceptivas y abortistas, que representan exactamente lo contrario de lo que debería hacerse.
Una actitud decididamente masoquista a la que Juan Pablo II, el 11 de octubre de 1985, en su discurso a los participantes en el VI Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, ya hablaba de “suicidio demográfico de Europa“, invitando al Viejo Continente a redescubrirse a sí mismo y su alma. Desde entonces no ha pasado nada, su recurso no ha sido atendido. Salvo cambios imprevisibles, por supuesto, la suerte está echada…