Mucho se habla de la Convención de los Derechos del Niño invocando sus artículos como el paradigma de los derechos de la infancia y parece que el culmen de la era del reconocimiento internacional de los derechos humanos tenía que ser este Convenio. Ciertamente, debemos a la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989, el reconocimiento jurídico de los niños como sujetos activos de derechos, merecedores de una protección diferenciada de la que, para esos mismos derechos, reciben los adultos a fin de asegurar que el interés de los niños sea atendido como superior a cualquier otro interés legítimo. Todos estamos de acuerdo en que no se vulnere a los niños, no se los violente ni explote de ninguna manera y que se enfoque cada decisión desde el interés predominante del niño.
Hasta ahí, todos en sintonía, de un lado y del otro de cualquier ideología o posicionamiento político. Pero hete aquí, que, como viene sucediendo con aquello bien intencionado y compartido por todos por simple humanidad, viene el proguerío e intenta apropiárselo, lo retuerce, lo confunde y lo pasa por sus filtros. Arrogándose, además, la autoridad moral para señalar como desdeñable, a aquel que no siga sus consignas, sobre temas tan delicados y que despiertan una gran sensibilidad.
Por ejemplo, uno de los derechos del Niño acordados por la Convención, y el más fundamental de todos, porque sin éste, no hay sujeto para apoyar todos los demás derechos, es el de la vida. Pero si entramos a la web de Unicef, casi no aparece ya formulado de esta manera, sino que habla mayoritariamente del derecho a la supervivencia, nombrando al pasar o, mayormente, obviando la mención a la vida, condición de base para poder sobrevivir luego.Un matiz que no es banal sino intencionado. Dejando que la alusión del derecho a la vida se difumine o directamente, desaparezca.
Así, esto permite que el catecismo progre, muy bien representado en la ONU y sus agencias, puedan hacer la pirueta de no defender el derecho a la vida de los que están por nacer, sino todo lo contrario, abogar por el aborto, es decir su aniquilación. Y, a la vez, quedarse con los derechos que más les cuadra con sus intereses, como el de no discriminación y el derecho a ser escuchados y respetar sus opiniones; para instrumentalizarlos y orientarlos hacia derroteros de “libertad y emancipación”, lo que traducido significa hipersexualización, cultura antinatalista e ideología de género. Para más referencias de este proceder, basta con escuchar el testimonio de Amparo Medina, ex consultora de la ONU, por citar un ejemplo. Mientras que, una muestra de lo primero, la tenemos en el último caso que se acaba de dar en Honduras, mostrando su reprobación al blindaje a la vida que sus legisladores votaron en pleno ejercicio de su soberanía. Algo que no quedará solo en un “tirón de orejas” público, sino que tendrá repercusiones en los fondos para el desarrollo destinados a ese país, en un vil chantaje a los que no cumplen con la ortodoxia del organismo.
Llegados a este punto, quien no comulgue, a la hoguera y a la cancelación social. Pero a los países no es a los únicos que atacan en este caso, sino a la familia misma, al confirmar, por la vía de los hechos, que los niños no tienen derechos antes de nacer. Ni Estado, ni padres, muchas veces y lamentablemente, que los defiendan. Porque entran en “colisión” con otro derecho que imponen como prevalente, que es el derecho “reproductivo” de la madre. Un neo derecho inventado que sirve de comodín para la anticoncepción, el adoctrinamiento sexual y el aborto.
Entonces tenemos que, a la hora de un embarazo adolescente, prima su “derecho” a abortar o cuando antes de la pubertad se “identifican” del otro sexo para hormonarse en contra de la voluntad de los padres o de uno de ellos, prevalece su derecho a la “identidad”. Pero en los vientres de alquiler, ninguno piensa en el derecho del niño a su identidad y a conocer sus orígenes y a que no sea fabricado y vendido como mercancía, por mucho amor que sus padres compradores le brinden. Ante la ESI (Educación sexual integral), ¿cuál vale más?, ¿el derecho del niño a recibir educación o el de los padres a educarlos en valores?
Ahí es donde quiere venir el Estado a dirimir. Eligiendo educación para el niño, pero la que “papá Estado” quiere, porque los verdaderos y únicos padres “no saben”.
Es decir, se ha vuelto útil invocar los derechos de los niños (los que convienen solamente) en tanto y en cuanto debiliten a la familia. En el aborto, esto es lo más debilitante, por tanto, abogo por él. Luego si llegan a nacer, ya se ocuparán de enfrentar a padres contra hijos para sacar ganancia de la división. Este será el tema del próximo artículo, que, en realidad, dará para mínimo una trilogía. Stay tuned.
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