Aprender a amar
Llamo “estrella polar de la existencia humana” a la que considero la respuesta más certera sobre el sentido de nuestra vida:
- hemos venido a este mundo,
- no propia y directamente para ser felices,
- ni tan siquiera para amar,
- sino para “aprender a amar”
Por eso, a la célebre afirmación de san Juan de la Cruz respecto al atardecer y el amor me gusta añadirle el adverbio que lleva implícito: “al atardecer se te examinará solo en el amor”.
La felicidad, por su parte, es directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar de cada persona, expresada en hechos:
- Quien ama mucho y bien es muy feliz;
- quien más o menos ama, goza también de una felicidad tenue y quebradiza, intermitente;
- y quien no ama, por más que triunfe en otros ámbitos de la vida, nunca experimentará la auténtica dicha
Hemos venido a este mundo, exclusivamente, para aprender a amar (la felicidad es la consecuencia).
La gran oportunidad
La vida es, por eso, no tanto la “prueba”, sino
- la gran oportunidad que se nos ofrece para aprender a amar,
- de modo que vayamos siendo más y más felices en este mundo
- y, al término, habiendo dilatado las fronteras de nuestro corazón,
- nos “quepa” más Dios en el alma y seamos más felices por toda la eternidad
La vida es la gran oportunidad que se nos ofrece para aprender a amar.
Negativamente
Las derivaciones de tomarse absolutamente en serio “la estrella polar” (¡solo! para aprender a amar) son de dos tipos.
Negativamente implica que todo lo que no convirtamos en amor, por más que esté realizado con la máxima perfección técnica, es inútil o dañino.
- Inútil, porque nada aporta a la cuenta final de resultados (es como si no lo hubiéramos hecho)
- Dañino, al menos, en la medida en que ha sustituido a otra acción realizada por amor y, por tanto, nos ha impedido crecer y acercarnos a nuestra plenitud
Todo lo que no transformemos en amor es inútil o dañino.
Positivamente
Las consecuencias positivas son mucho más interesantes y aprovechables.
Todo lo que hemos de hacer en esta vida se resume en dos líneas convergentes, que a menudo se entrecruzan:
- Amar más y mejor a quienes tenemos que amar
- Transformar en amor todo lo que hacemos (buscando el bien de los demás, como parece obvio, y aquí se cruza con la primera vía)
Más y mejor
Tenemos que amar a todas las personas, cada una de ella “principio y término de amor”.
Pero ordenadamente.
El “orden” viene dado por la cercanía, no tanto física, sino relacional.
Y como en el ser humano los vínculos de la libertad son superiores a los de la sangre, para quienes estamos casados el primer y más relevante “término” de nuestro amor es siempre —¡debe ser!— nuestro cónyuge.
A continuación, el resto de la familia, los amigos, los colegas, los vecinos… todo ser humano.
El primer y primordial término de nuestro amor es, para los casados, nuestro cónyuge.
¿Todo transformado en amor?
La respuesta parece obiva: todo lo legítimo (lo no-legítimo no debería ser hecho).
Pero no todo por igual.
El descanso, por ejemplo, puede y debe ser transformado en amor: tenemos el deber de descansar, siempre que sea posible, porque las personas a quienes queremos nos necesitan descansados: por ellas, por tanto, por amor.
Y lo mismo el deporte, la comida y la bebida, los paseos… todo lo legítimo.
La sexualidad y el trabajo están en otra línea: por su misma naturaleza, son amor, y cuando no las realizamos por amor, las desnaturalizamos, las prostituimos.
La sexualidad y el trabajo son dos excepciones… “por exceso”.
La sexualidad
La sexualidad es un medio maravilloso para despertar, consolidar, desarrollar, madurar, hacer fecundo, y en ocasiones “reparar” o “recuperar”… el amor entre un varón y una mujer, considerados como tales.
Por eso:
- Ejercida de acuerdo con su naturaleza constituye un medio excepcional, y excepcionalmente gratificante, para crecer como personas.
- Puesta en juego al margen del amor se desnaturaliza, se prostituye, y en lugar de perfeccionar, provoca una tremenda contrahechura.
Precisamente por su enorme grandeza, por su inmensa capacidad de perfeccionar, al privarla de su relación intrínseca con el amor, la sexualidad destroza: la corrupción de lo óptimo es pésima.
Porque constitutivamente es amor, cuando se respeta su naturaleza la sexualidad goza de una maravillosa capacidad de perfeccionar y hacer feliz. Ejercida al margen del amor, destroza.
¿Y el trabajo?
También “está muy cerca” del amor. Es, por su misma naturaleza, amor: “el incógnito del amor”, como lo denomina Grimaldi.
Y con razón.
Según Aristóteles, amar es “querer el bien para otro”.
Y quererlo lo más eficazmente posible: “construir” esos bienes y otorgárselos al amado.
Pero trabajar no es sino confeccionar bienes para otros (y, por lo mismo, amar).
- Ningún trabajo se justifica solo —ni queda legitimado— por las ganancias económicas.
- “Antes”, tiene que generar un beneficio real para sus destinatarios.
- De lo contrario, no merece el nombre de trabajo… ni debería ser realizado.
Ningún trabajo queda justificado-legitimado sólo por las ganancias que genera.
Por el contrario, si trabajamos bien, metiendo cabeza y corazón,
- “dejamos” lo mejor de nuestra persona en el producto de nuestro trabajo:
- y eso es lo que ofrecemos a quienes se benefician de él (sin que sepan de ordinario de quién proceden esos bienes: el “incógnito”);
- nos entregamos a nosotros mismos en el producto de nuestra labor.
De ahí, de su identidad real con el amor, el tremendo poder perfeccionador del trabajo.
Y, por lo mismo, realizado al margen del amor, desnaturalizado o prostituido, destroza y frustra.
Más, cuanto más se trabaje y mayor sea la perfección técnica con que se realiza esa labor:
- “tendría” que haberme hecho crecer enormemente,
- pero, al meter por medio el ego, en lugar de engrandecerme, me deshace.
- De nuevo la corrupción de lo óptimo.
Por su intrínseca relación con el amor, el trabajo tiene un enorme poder de perfeccionar. Pero, realizado al margen del amor, deshace y frustra.
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