El caso de Keira Bell, la joven de 23 años de Mánchester que quería convertirse en un chico pero se arrepintió y el 2 de diciembre de 2020 vio reconocidos sus derechos por elTribunal Superior de Justicia británico, resuelve y redime – como dijo T.S. Eliot (1888-1965) en “Miércoles de Ceniza”: el tiempo en que vivimos.
K heiraizo una tontería a los 16 años, pero luego se dio cuenta de que era una tontería muy grande. Por ello, ha decidido enmendarse y ahora pide cuentas a quienes tenían el deber deontológico y moral de oponerse a su enorme estupidez, pero no lo hicieron. Keira demandó a la clínica Tavistock, donde, a los 16 años, tras sólo tres citas de una hora, le recetaron agentes bloqueadores de la pubertad y luego le administraron dosis masivas de testosterona química porque a ella, una mujer, se le había metido en la cabeza convertirse en un chico.
Los adultos tienen el deber de vigilar a los que no son adultos. Tienen ese deber porque tienen mayor experiencia, porque han recorrido tramos de vida más largos, porque pueden, al menos en parte, vislumbrar lo que los más pequeños, por razones de edad, no pueden siquiera imaginar. No, no hay una edad en la que el ADN cruce el umbral y se pase de ser un niño a un adulto. Las leyes de los países sólo establecen convenciones para que los Estados nos dejen conducir, votar, beber y un par de cosas más, pero todos sabemos que no somos adultos en absoluto cuando cruzamos la frontera de esa penosa guerra de posiciones.
Los adultos no se convierten en adultos cuando consiguen hacer las cosas por sí mismos, porque eso significaría nunca, sino cuando toman conciencia de que no se bastan a sí mismos. Antes, cuando crees que no necesitas a nadie y sabes cómo hacer todo y cómo aguantar todo, te crees un adulto sin serlo.
Estaba paseando por otra vía Paolo Sarpi, en Milán, durante mis días de universidad, y una compañera mía -obviamente más avanzada como lo son las chicas, tanto proverbialmente como en promedio que los chicos- al pasar frente a un cine jurásico con luz roja lanzó una mirada a los carteles que nos lanzaban un guiño, el tiempo suficiente como para sisear “Cine para adultos”. Sí, “para adultos”…”. Esa enseñanza se pegó a mi piel entonces y todavía no se quita. El de “adulto” es un galón que hay que ganarse en el campo: no es cosa de clasificaciones ministeriales con puntos.
La Keira femenina que soñaba con convertirse en un hombre adulto no lo era y los adultos que tenía a su alrededor eran plantillas de cartón. La dejaron hacer, cínica e interesadamente, y a la vez sin interés. Dejaron que se perdiera, como un paquete vacío que no vale ni los centavos de la devolución. La dejaron navegar a la vista, revolviéndose en las olas, naufragando sin compañía, rompiéndose contra las rocas cortantes. El proceso que ahora invoca Keira seguirá su curso, pero los adultos de cartón piedra como los que la arrojaron al agua son moral y culturalmente culpables más allá de una duda razonable en los tribunales.
A Keira se le debería haber dicho “no” y en cambio se le dijo un maldito “sí”. No es cierto que “los jóvenes deben tener sus propias experiencias”. Si fuera cierto, el mundo estaría estancado en la Edad de Piedra sin haber progresado ni un paso de hormiga, como se decía cuando en los patios se jugaba a la reina, reinita. Más bien hay que confrontar a los jóvenes con las experiencias del pasado para que puedan experimentarlas, para que puedan experimentarlas en primera persona.
Bernardo de Chartres, que vivió en el siglo XII, decía que “somos como enanos a hombros de gigantes”. Metalogiconinforma que de Juan de Salisbury (1120-1180) y todo el mundo la ha atesorado, incluso el “moderno” Sir Isaac Newton (1643-1727), pero esa máxima sería un ejercicio inútil de intelectualismo, o más bien una verdadera nimiedad si no se forjara en el crisol de la relación entre padres e hijos, entre hermanos o primos mayores y menores, entre amigos mayores y menores.
Había que haber detenido a Keira, y hacerlo no hubiera sido prevaricación, sino caridad. En cambio, se le permitió llegar al precipicio, y cuando Keira se volvió para buscar una última ayuda desesperada e inconsciente, dejaron que tropezara, silbando mientras desviaban los ojos.
Ahora sí, Keira es una adulta, marcada hasta los huesos por experiencias que los falsos adultos deberían haberle ahorrado. Con plena y sentida conciencia, y repetidamente, sabe ahora que es su propio y sacrosanto derecho pedir cuentas a las sombras y cartones de Tavistock. Su caso será el gigante sobre el que se sentarán todos los enanos del mañana, cuando los adultos rojos les hablen, como Barba Azul, de “cambio de sexo”, “transición de género” y otras plagas.
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