
Son las 6 y 7 minutos de la tarde del día 8 de mayo de 2025 hora romana. Acaba de aparecer la fumata blanca sobre la Capilla Sixtina. En este preciso segundo —y así lo decimos con convicción—, este se convierte en el primer artículo que se publica en el mundo tras el anuncio de la elección del nuevo Papa. Aún no sabemos su nombre. No sabemos su edad ni su procedencia. Solo sabemos que ha sido elegido, y eso basta para que millones en todo el mundo contengan el aliento, recen y esperen.
Yo también lo hago. Pero con un peso añadido: diez años después de haber estado en Filadelfia, donde entrevisté a múltiples protagonistas de aquella histórica Jornada Mundial de las Familias, organizada por el entonces arzobispo de la ciudad, Charles J. Chaput, para recibir al papa Francisco en su primer gran viaje a Estados Unidos.
Aquel evento marcó un punto culminante del entusiasmo por el nuevo pontífice. De hecho, fue uno de los motores de mi libro Amoris Laetitia 5.3: La familia cristiana, de Filadelfia 2015 a Roma 2022. Pero la historia ha girado. Hoy, Francisco ya no está entre nosotros. Ha muerto a los diez años de aquella visita que lo consagró como figura global. Y nos ha dejado una Iglesia desorientada, fragmentada, cargada de incertidumbre espiritual e institucional.
La fe, no la emoción, es el pegamento de la Iglesia
Horas antes de la fumata blanca, el arzobispo emérito Charles J. Chaput —anfitrión de Francisco en 2015— publicaba un artículo en The Wall Street Journal (7 de mayo de 2025) que puede leerse como una hoja de ruta urgente para el nuevo pontificado.
Chaput recuerda que los católicos, a diferencia de los judíos, no tienen una patria común ni una sangre compartida. La unidad de la Iglesia no nace de la cultura, sino de la fe: del Credo que se profesa en cada Misa. Lo que nos une no es una emoción ni un consenso sociológico, sino una verdad objetiva, revelada y salvífica.
El pontificado de las paradojas
Desde esa claridad doctrinal, Chaput disecciona el legado de Francisco como una paradoja: ternura hacia los pobres, informalidad atractiva, sensibilidad ambiental… pero también autoritarismo estructural, desprecio por el derecho canónico y una retórica ambigua que ha generado división.
Lo que parecía apertura se convirtió en incertidumbre. Lo que se presentó como misericordia se percibió como permisividad sin conversión. Y lo que se quiso llamar sinodalidad ha sido, según Chaput, más proceso que contenido, más ideología que comunión. El resultado: una Iglesia fracturada y perpleja.
Sinodalidad sin rumbo: proceso sin verdad
Chaput no critica el diálogo en sí, sino la forma en que se ha manipulado sin ofrecer fundamentos sólidos. Reabrir debates zanjados, debilitar la autoridad magisterial, presentar lo provisional como definitivo… ha debilitado la credibilidad de la Iglesia.
Lejos de ser un Pentecostés renovado, la sinodalidad ha operado —dice Chaput— como un caballo de Troya para la confusión. Los cardenales deberán discernir si el nuevo Papa será capaz de devolver claridad donde hoy reina el desconcierto.
Los desafíos no son solo teológicos. El próximo Papa hereda un Vaticano financieramente desordenado, con escándalos económicos no resueltos. El acuerdo secreto con China, defendido por Francisco como un gesto de diplomacia evangélica, no ha dado frutos visibles ni ha frenado la persecución a los católicos.
A esto se suma lo que Chaput llama una actitud imprudente hacia los obispos estadounidenses. A pesar de su fidelidad, de su apoyo financiero y doctrinal a Roma, la Iglesia americana ha sido tratada con desdén. Esta herida, si no se cierra, puede ahondar la desafección de millones de católicos comprometidos.
La próxima etapa exige un Papa que entienda que la pastoral sin doctrina es ceguera, y que la misericordia sin verdad es traición.
La esperanza no se extingue
Y sin embargo, Chaput no escribe desde el cinismo, sino desde la esperanza. Con lucidez evangélica, recuerda que no hay recetas mágicas ni reformas instantáneas. Lo que urge es predicar la verdad con alegría, enseñar con convicción, y vivir como si realmente creyéramos en lo que decimos creer.
Porque cuando la fe ordena la vida, los errores incluso dentro de la Iglesia —incluso en un Papa— no nos destruyen. Nos purifican. Y nos llaman de nuevo a la santidad.
¿Profecía cumplida?
Quienes hemos seguido de cerca la evolución de este pontificado, no podemos dejar de advertir su resonancia profética. En mi libro de 2017 señalé que Jorge Mario Bergoglio reunía los elementos atribuidos por san Malaquías al último Papa antes de una gran prueba para la Iglesia. No estoy solo en esta intuición. Muchos santos y místicos han hablado de un tiempo de purificación, de combate, de decisión, y del fin de la Iglesia como la hemos conocido, lema transversal del último papado. Y ese tiempo parece haber llegado.
Una Iglesia que se deja renovar
El humo blanco no es solo la señal de un nuevo Papa. Es la promesa de que Dios no abandona a su Iglesia. Pero para que esta promesa se cumpla, necesitamos un sucesor de Pedro que no administre ambigüedades, sino que proclame el Evangelio con la voz del Buen Pastor.
El nombre que se pronuncie hoy desde el balcón será importante. Pero lo será más el tono, la dirección, la fidelidad y la valentía que lo acompañen. La Iglesia no necesita más slogans. Necesita santidad, doctrina y verdad. Y por eso, este primer artículo del nuevo pontificado no se escribe para informar, sino para clamar: que venga un Papa que devuelva al mundo la claridad del cielo.
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