En la actualidad, sólo 5 países en el mundo reconocen como legal la eutanasia activa (6 si se toma en cuenta el reciente referéndum a favor en Nueva Zelanda). Aunque, otros tantos están intentando seguir esa estela, entre los que está, cómo no, España.
Justamente en este país, en medio de una pandemia que dejó miles de fallecidos, siendo uno de los territorios más mortalmente afectados (en su mayoría personas pertenecientes a la 3era edad) sus gobernantes están intentando sacar adelante, con apuro y alevosía, una ley que regule la eutanasia y, todo indica que saldrá adelante.
No me detendré en este artículo en el momento meticulosamente elegido para colar semejante norma o en la conveniencia económica que esto implicaría para el gobierno de turno, ahorrándose miles de euros en cuidados paliativos, pensiones y atención a las personas con dependencia. Quiero centrarme, concretamente, en la dicotomía que se planteó en el último trámite de la ley española, cuando el partido gobernante defendía la eutanasia y por contrapartida, los partidos que se oponían proponían ampliar los cuidados paliativos.
Ante esta situación, la proponente oficialista salía al paso diciendo que el debate sobre los cuidados paliativos “no tiene nada que ver” con lo que se estaba dirimiendo en ese momento, es decir, con la eutanasia. Este pseudo argumento no hizo más que causarme estupor y sorpresa por cómo lograban disociar conceptos que, para mí, iban entrelazados. Así se lo expuse en una entrevista al Dr. José Jara Rascón (presidente de la Asociación de Bioética de la Comunidad de Madrid) y para mi mayor asombro, corroboró esa declaración. Eso sí, aclarando que no era porque lo dijeran los políticos de marras, sino porque es una de las preocupaciones expresadas por el Comité de Bioética español.
Efectivamente, ahondó, esta declaración tiene sentido, toda vez que los postulados de esta ley han ido directos al sótano de la pendiente deslizante por la que otros países que legalizaron la eutanasia con anterioridad tardaron años en recorrer. Así, se saltan los pasos intermedios y no solo se refieren a los enfermos terminales en su propuesta, sino que también se encarga de los pacientes crónicos con enfermedades invalidantes, ampliando el abanico de personas que pueden solicitar la eutanasia hasta límites realmente insospechados: personas con discapacidad, con enfermedades mentales, con trastornos psicológicos, incluso con adicciones, personas mayores y un largo y penoso etcétera.
De hecho, lo que pretende en la práctica es legalizar el suicidio asistido, enunciado que está expresamente mencionado a lo largo de todo el articulado. Por ello, sostiene nuestro experto en bioética, que esto no se puede solucionar con cuidados paliativos únicamente, sino que requieren una implicación de toda la comunidad sanitaria y de la sociedad en general, incluyendo a equipos de salud mental, a unidades de tratamiento del dolor, a los cuidadores, a las ayudas a la dependencia, y, por supuesto, a las unidades de cuidados paliativos, que están lejos de llegar a toda la población que los necesita. En definitiva, no se trata solo de cuidados paliativos, que aportarían un gran avance si se universalizaran. Además, la clave pasa por no abrir la rendija a la ventana de Overton por la cual, no solo pasaría la eutanasia -grave de por sí- sino que a la vez permitiría que se abra paso como una tromba la aceptación del suicidio, dando de entrada carta de desahucio a los pacientes, instalando a los enfermos, familiares, personal sanitario y a la sociedad entera en el abandono, el desánimo, la desconfianza y la desesperanza. Hay que plantarse como ciudadanos para que haya voluntad de acompañamiento y de apoyo a la vida en todas las circunstancias, sobre todo, en los momentos más vulnerables de la enfermedad. El momento es ahora.
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