Colorado ha dado un giro horripilante al abrazar la llamada “ayuda médica para morir”. Tan solo en 2024, se proporcionaron fármacos letales a más de 500 personas en virtud de la ley estatal de suicidio asistido, únicamente porque sufrían trastornos alimentarios. Lo que debería haber sido una llamada a la compasión y al tratamiento se convirtió, en cambio, en un abandono sancionado por el Estado.
Una de las personas que casi se pierde por esta crueldad fue una mujer conocida públicamente como Jane Allen, que luchó contra la anorexia durante años. En lugar de ofrecer una atención médica real o una curación psiquiátrica, sus médicos la clasificaron como “terminal” y se prepararon para ayudarla a morir. Solo la intervención de su padre —que obtuvo la tutela legal y destruyó la receta mortal— le salvó la vida.
Este es el fruto oscuro de una cultura que confunde la misericordia con el asesinato. En Colorado, a los pacientes que luchan contra una enfermedad mental grave se les ofrece asesoramiento, a menos que esa misma enfermedad involucre la comida o la imagen corporal. Entonces, se les entrega veneno y se les dice que es empoderamiento. El mensaje es inequívoco: algunas vidas simplemente no merecen la pena. El Estado ha cruzado una línea moral, tratando el sufrimiento psicológico como una razón para matar en lugar de curar.
Ahora, los defensores de la vida están desafiando este sistema mortal en los tribunales, argumentando que viola los derechos humanos más básicos y discrimina a los vulnerables. Tienen razón. Un gobierno que afirma valorar la igualdad no puede autorizar simultáneamente la muerte de aquellos que están enfermos mentales y desnutridos. El “suicidio asistido” en estos casos no es compasión, es rendición.
Las cifras de Colorado exponen a dónde conduce la lógica de la cultura de la muerte. Una vez que una sociedad acepta que algunas vidas pueden ser descartadas, no queda ningún límite claro. La misma ideología que permite el asesinato de los no nacidos ahora justifica el asesinato de los enfermos y los que sufren. La respuesta debe ser la misma en ambos casos: la vida es sagrada, siempre merece la pena defenderla y nunca es el problema que hay que resolver.