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El título es contradictorio solo cuando se ignora la tendencia, tan humana, a igualar, metiendo en el “saco de los defectos” todo lo que nos molesta, en particular de quienes más queremos, como el cónyuge y los hijos.
Pero, entonces, si defecto equivale a aquello-que-nos-molesta, no todos los defectos (todo lo que nos molesta) son defectos.
- Sin duda, los defectos nos molestan.
- Pero no todo lo que nos molesta es un defecto.
- Junto a ellos figuran, al menos, las limitaciones y las diferencias.
Sin distinguir coherentemente estas tres realidades, la convivencia se transforma en un infierno.
Si no distinguimos con claridad las diferencias, las limitaciones y los defectos, la convivencia puede llegar a ser imposible.
Las diferencias
Sobre todo, las personales
Las diferencias personales derivan inevitablemente de la singularidad de cada persona.
Ya Platón hacía ver que toda realidad está “tocada” por el no-ser: para ser lo que es, tiene forzosamente que no-ser todas las demás y diferenciarse de ellas.
- Esto se aplica a cualquier realidad-real (no a las abstracciones y generalizaciones, tan socorridas),
- y se eleva a un grado sumo en las personas,
- caracterizada cada una por su extrema singularidad,
- que la hace única, irrepetible e insustituible… y multiplica las diferencias con el resto.
Por su propia condición de persona, cada una de ellas es radicalmente diferente de todas las demás.
Amar las diferencias… por más que nos molesten
Pero a los humanos —limitados y un tanto obtusos— nos incomoda lo que contrasta con nuestro modo de ser y nos hace abandonar nuestra zona de confort.
Por eso interpretamos las diferencias del cónyuge y los hijos negativamente, como un defecto que debemos corregir, movidos, cómo no, por… ¡el amor hacia ellos!
Craso error: nadie puede acercarse a la propia plenitud y felicidad sino siendo a fondo quien es, con todas sus particularidades y diferencias.
La “mejor versión” de cada uno es justo la suya, única e irrepetible, en continuidad con sus rasgos propios y exclusivos.
- Por tanto, hay que amar las diferencias
- También las que nos molestan,
- incluidas las de los hijos… y el cónyuge, tal vez las más duras de “soportar”
Hay que amar las diferencias, incluidas las del cónyuge y los hijos, por mucho que nos molesten.
Las limitaciones
Propias de todo ser humano
Derivan también de nuestra finitud (de nuestra “limitación”).
Tampoco son un defecto, negativo por sí mismo.
De hecho, aceptamos sin problema que “todos somos limitados”.
Lo que nos cuesta sangre es lidiar con las concretas limitaciones de quienes nos rodean, en particular cuando no coinciden con las nuestras:
- Un hijo al no se le da bien el fútbol, si nosotros fuimos deportistas consumados.
- Al que le cuestan las matemáticas, que para nosotros eran coser y cantar.
- Un cónyuge incapaz de seguirnos la conversación por la mañana, cuando estamos en plena forma (¿limitación o simple diferencia?).
- O que no sabe apreciar la buena música, habiéndose casado con un melómano (clara limitación… ¿y qué?)
Las limitaciones derivan también de nuestra finitud, pero no son defectos.
Conocer bien las limitaciones…
Las limitaciones no son negativas —forman parte de la condición humana—, pero las vivenciamos negativamente.
Son sin duda carencias —algo que nos falta—, pero de lo que no es obligado que tenga un ser humano normal, capaz de desarrollarse y ser feliz.
Carencias perfectamente asumibles, aunque nos cueste aceptar las de quienes nos rodean. Pero no defectos.
¿Actitud práctica? Conviene conocer bien las limitaciones, para no pedir lo que no podemos dar… y centrar toda nuestra atención en las fortalezas, que sí podemos y vale la pena desarrollar.
Conviene conocer bien las limitaciones… y centrar toda nuestra atención en las fortalezas o mejores cualidades.
¡Defectos!
Lo que son
¿Qué es entonces un defecto, si no es una diferencia ni una limitación?
Algo que daña a quien lo tiene —antropológicamente, cabría decir, impidiéndole el pleno desarrollo como persona— porque también perjudica a quienes lo rodean.
- Un defecto “sencillo”, fácil de localizar, es el desorden: en los amores, en los conocimientos, en el uso del tiempo, en la distribución del espacio.
- Otro, más “complicado”, la falta de moderación: tal vez el más común en nuestra sociedad de consumo.
- O la incapacidad para soportar las adversidades “normales”: un cambio inesperado de clima; una comida que no está en su punto; un amigo que llega a destiempo…
- O el afán por salirnos con la nuestra, no porque seamos unos cabezotas, ¡Dios nos libre!, sino porque ¡tenemos razón!
Un defecto hace daño a quien lo tiene, porque perjudica también a quienes lo rodean.
Qué “hacer” con los defectos
Los defectos deben tratarse en dos fases:
- Primero, querer a quienes amamos… con sus defectos: porque forman parte del “pack personal” y no cabe separarlos de él.
- No es posible querer a una persona “parcialmente”, eliminando aspectos de ella: o se la quiere completa, tal como es, o no se la quiere.
- Después… después hay que armarse de paciencia y ayudar al interesado a “soportar” sus propios defectos.
- No a superarlos, porque por lo general las personas no cambiamos, aunque mejoremos, y nos moriremos con nuestros mismos defectos, pero “muy luchados”.
- Por fin (tercera fase a la que pocos llegan: por eso hablaba de dos), se siente ternura por los defectos del cónyuge (de los hijos es más fácil),
- que está intentando superar sus defectos solo por amor a ti (para él o ella son “naturales”, le vienen “por defecto”)
- y adrede no explico más, porque me gustaría que lo descubrieras por ti mismo/a.
Aceptar a la persona con sus defectos, ayudarle a luchar contra ellos (no necesariamente a vencerlos), sentir ternura si vemos que no los supera.