El mundo moderno, que se manifestaba poderoso y duradero, yace humillado de rodillas ante un pequeño ente microscópico. Ante él, la mayoría de gobiernos vienen adoptando medidas restrictivas de los derechos, y el futuro (tanto de la pandemia cuanto de los derechos y la economía mundial) es incierto.
En mi país, Perú, las autoridades proclamaron la llegada la “segunda ola” del covid-19, recrudeciendo las restricciones al culto religioso. Por orden del Ejecutivo, han vuelto a cerrarse los templos en más de la mitad del territorio nacional, y en el resto está restringido el aforo al veinte por ciento. Esto, a pesar de que, en general, durante los pocos meses en que reabrieron, las iglesias han cumplido los protocolos de seguridad para evitar la propagación de la pandemia. Situaciones restrictivas semejantes, mayores o menores, se viven en muchos países.
La anemia espiritual de los cristianos se agrava; incluso muchos ya perdieron la apetencia de acudir a la iglesia, hasta de buscar a Dios. Mientras tanto, la mayoría silenciosa de los pastores pareciera reconocer la supremacía absoluta del Estado, y desconocer la Divinidad, la Omnipotencia y la Autoridad de Nuestro Señor.
Las autoridades ni siquiera consideran un aspecto práctico: para mucha gente, privarse de las reuniones de fe en un contexto de aislamiento social, aumenta la vulnerabilidad a problemas de ansiedad o depresión, lo cual a su vez debilita el sistema inmune y vuelve a las personas más propensas a enfermarse
Como católico, me apena que muchas personas hayan muerto privadas de los sacramentos. Hemos sabido de casos en que los sacerdotes se negaron a asistir a moribundos por obediencia a sus párrocos y/o a sus obispos. Felizmente, en los últimos meses ha habido mejorías en cuanto a esto. Sin embargo, siguen siendo pocas las voces que se oyen instar a los fieles a recurrir a Dios con confianza y persistencia.
Demos una mirada al pasado. En el año 593, una terrible peste segó muchas vidas en Roma. En aquella ocasión el Papa Gregorio promovió la oración entre la población, y un día en que presidía un acto devocional por las calles, cuenta la tradición que vio al ángel que expulsó a Lucifer y a sus secuaces cuando se rebelaron, Miguel, en el papel de ejecutor del castigo de Dios por los pecados de Roma. Miguel envainó su espada, indicando que el Supremo Legislador había determinado el fin de la plaga en atención a las súplicas y el arrepentimiento del pueblo.
¿Será que creemos que Dios ha perdido su poder? ¿Será que hoy nos consideramos tan evolucionados que ya no necesitamos de Él? ¿Será, tal vez, que hay corrientes que quieren que nos olvidemos de Él, para seguir construyendo una sociedad en que sus Mandamientos no tengan ninguna validez, en que los principios morales y sociales del Cristianismo sean “superados”?
Un verdadero combate a cualquier pandemia no debe basarse solo en las ciencias médicas –tan importantes– y en medidas restrictivas de derechos. Dios debe ser nuestro aliado en esa lucha.
No podemos menos que recordar la voz de Dios que San Juan Bosco (s. XIX) oyó en uno de sus tantos sueños inspirados:
“Pero vosotros sacerdotes, ¿por qué no corréis a llorar entre el vestíbulo y el altar, pidiendo que cesen los castigos? ¿Por qué no tomáis el escudo de la fe y no vais por los tejados, por las casas, por las calles, por las plazas y por todo lugar, incluso al inaccesible, a llevar la semilla de mi palabra? ¿Ignoráis que es la terrible espada de dos filos que abate a mis enemigos y que deshace la ira de Dios y de los hombres?”[1].
Ese reclamo se podría aplicar, mutatis mutandis, a todos nosotros como cristianos. Y no queremos terminar sin transcribir las exhortaciones de un gran doctor de la Iglesia católica, Alfonso de Ligorio (s. XVIII), en sus Nueve sermones para predicar en tiempos de calamidades:
“¿Cómo Dios puede atender al pecador que solicita ser librado de la calamidad, si él mismo no quiere arrancar de su alma el pecado que es la causa de la calamidad? (…) Hermanos míos, (…) ustedes rezan, se golpean en el pecho, piden misericordia, pero eso no basta. … ‘¿Quién os ha enseñado que así podréis huir de la ira de Dios que os amenaza? Haced frutos dignos de penitencia, y no andéis diciendo: Tenemos a Abraham por padre’ (Lc. 3, 7-8). (…) De lo contrario, ni Dios puede salvarnos del castigo, porque Dios es justo, y no puede dejar al pecado impune. (…) Si tenemos pues una intención sería de verdaderamente convertirnos a Dios, entonces recémosle y regocijémonos, aunque hayamos cometido todos los pecados del mundo. (…) Alguien que reza, pero reza con deseo de corregirse, obtiene la misericordia de Dios”[2].
En conclusión: debemos poner a Dios en el centro de la lucha contra la pandemia.
[1] Sueño 75, sobre castigos a Roma y París por sus pecados, año 1870.
[2] Nove discorsi per predicare in occasione di flagelli, editado en el Perú bajo el título Sermones de esperanza para tiempos de calamidad, Lima, Asociación santo Tomás de Aquino, 2007, pp. 87-89.
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