Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de sus hijos.
Es cierto que, en la actualidad, bastantes de ellos ignoran este derecho-deber, a menudo sin ser conscientes de que lo omiten.
Y que esta especie de olvido resulta comprensible, por algunas características de la civilización contemporánea, como vimos en otro artículo.
Pero también porque la misión de educar no es en sí misma sencilla.
Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables: hoy tal vez más agudizados que en otras épocas, pero siempre presentes para quien aborda la apasionante tarea de educar.
Aunque algunos de los problemas de la educación responden a factores propios de nuestra época, otros muchos se encuentran ligados a la tarea de educar en cuanto tal.
Ciertas oposiciones no fáciles de superar
A lo largo de toda su existencia, los padres:
- Han de acoger y querer a cada hijo tal como es, aunque en ocasiones no responda a sus expectativas, choque con algunas de sus pretensiones y convicciones o incluso les caiga mal.
- Han de comprender, pero también exigir, sin ceder inoportunamente.
- Han de respetar, amar y hacer crecer la libertad de los chicos, superando todo afán de posesión y sobreprotección; pero a la vez han de guiarles y corregirles.
- Han de ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y que robustece su autoconocimiento, su autoestima y su capacidad de desenvolverse en la vida, sin depender siempre de sus mayores.
- Y, por encima de todo, han de tener mucho trato personal con cada uno de sus hijos: pues si el diamante solo se pule con el diamante, las personas solo crecen y mejoran a través del contacto personal, de la relación estrecha y prolongada con aquellos que los quieren: más cuando se trata de los hijos.
Como afirma Lukas:
«No hay nada que sustituya el tiempo de los padres, la convivencia en la familia, la inserción de los hijos en la vida de sus padres».
De ahí que los padres tengan que aprender a serlo por sí mismos ¡y desde muy pronto!
Lo mismo que el diamante solo se pule con diamantes, las personas solo mejoran a través del trato personal.
Sin capacitación previa
En ningún oficio el adiestramiento profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos muy comprometidos o de alto riesgo:
- no ocurre así en la albañilería, la mecánica, las artes gráficas o el diseño;
- tampoco en medicina, en arquitectura, en ingeniería, en informática, en derecho, en la carrera militar, la política, la administración o en el seno de una empresa.
¿Por qué en el oficio de padres habría de ser de otro modo?
¿Tal vez porque su responsabilidad es menor que la de una profesión convencional? Da la impresión de que no, sino más bien al contrario: a fin de cuentas, educar es poner los medios para que una persona se desarrolle adecuadamente y sea feliz. ¿Y existe algo más importante que eso?
¿Acaso, entonces, por tratarse más de un arte que de una ciencia? Aun asumiendo este parecer, en ningún arte bastan la inspiración y la intuición. Es necesario también instruirse, formarse y ejercitarse, como confirman precisamente los artistas que a primera vista desempeñan su labor sin apenas esfuerzo: cuanto más natural parece la obra maestra, más trabajo ha llevado consigo, aunque en ocasiones sea una labor previa, encarnada en destrezas o habilidades.
Vale la pena aprender a ser padres —buenos padres—, para actuar como tales.
Recetas y principios
Por otro lado, aprender el oficio de padre y educador no consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo.
Ni tampoco de un racimo de técnicas infalibles.
Tales fórmulas y tales técnicas no existen.
Hay, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones. Los padres deben conocerlos muy a fondo, sopesarlos reiteradamente e interiorizarlos, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida: de este modo, casi sin necesidad de deliberaciones, podrán encarar la práctica diaria.
Y no se trata, tampoco, de una tarea sencilla ni cómoda:
- supone mucha atención a los hijos,
- mucha reflexión y diálogo entre los cónyuges
- y mucho sacrificio para saber prescindir del propio bienestar, incluso del necesario y no caprichoso, cuando el bien de los hijos lo requiera.
Dicho con pocas palabras: es imposible educar bien, hacer bien de padres, sin esforzarse seriamente por ser buenos padres.
Es imposible hacer bien de padres, sin esforzarse seriamente por ser buenos padres.
Mejora personal
Todo lo anterior, como he sugerido, se traduce en un empeño constante por mejorar personalmente.
Pues solo quien ha desarrollado su propia categoría personal posee fuerza y grandeza para dejar a un lado sus intereses y poner cuanto es y vale al servicio de los demás: de los hijos, en este caso, y del cónyuge, pues los hijos se nutren del amor de los padres entre sí.
Y solo de esta forma, anteponiendo el bien de cada uno de ellos al propio, ayudaremos a desarrollarse a nuestros hijos.
Como en las restantes circunstancias de la vida, también al educar nuestra eficacia crece en la medida en que desplazamos el centro de gravedad desde nosotros mismos hacia los otros:
- en la proporción en que la atención, la solicitud y el interés se alejan del propio yo
- y se centran en la persona del hijo, en sus posibilidades reales y en sus límites,
- de modo que apoyemos eficazmente las primeras, sacándoles el mayor provecho, y disminuyamos el efecto negativo de los segundos.
Para educar, hemos de olvidarnos de nosotros mismos y centrar todo nuestro interés en la persona de cada hijo.
Traducida en hecho concretos
Estas convicciones y modos de obrar deben entretejerse cada día, en favor del desempeño educativo.
Por ejemplo, un padre o una madre ayudarán eficazmente a sus hijos si, cuando es necesario, saben prescindir de una salida que les apetece, o de un rato delante de su programa televisivo favorito, o de cualquier otra afición. Y en su lugar, aunque les cueste, dedican ese tiempo a jugar o a hablar con el hijo o la hija que en ese instante los necesita.
Además, con ese rato de juego o con esa conversación advertirán que el hijo o la hija tiene determinadas habilidades —se le da bien el dibujo, la literatura o las matemáticas, se comunica fácilmente con los demás— y podrán fomentárselas. O, al contrario, percibirán que les cuesta hablar en público, o que se distraen con frecuencia, y podrán poner los medios, con cariño y sin malos modos, para hacerles más sencillas y amables esas actividades.
Al olvidarse de sí y crecer como personas, conocerán más a sus hijos y estarán en mejores condiciones de atenderlos.
El tú de la persona amada debe prevalecer siempre sobre el propio yo: he aquí la regla de oro de toda labor educativa, de la vida entera ¡y de la auténtica felicidad!
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