«Como es la familia, así es la sociedad, porque así es el hombre» (Juan Pablo II).
La relación entre familia y sociedad es un lugar común en la historia de la humanidad. La novedad aportada por Juan Pablo II reside en afirmar que el influjo más relevante es el que ejerce —el que debe ejercer— la familia en la sociedad, y no al contrario.
En efecto, el ser humano se hace, y se “rehace” día a día, en la familia.
La vida va de dentro afuera: en cada matrimonio renace toda la humanidad.
La pregunta, entonces, no es “qué debe hacer la sociedad —qué debo hacer yo en la sociedad, si lo prefieres— para mejorar la familia y mi familia”, sino “qué debo hacer yo en mi familia para mejorar el conjunto de la sociedad”.
La familia no debería andar a la defensiva, evitando el daño que se le pueda infligir desde fuera. Hoy se necesitan familias “amablemente agresivas”. La familia, tu familia, tiene mucho que proponer. Tiene que proponer lo único que realmente importa: el amor.
La pregunta no es qué debe hacer la sociedad en favor de la familia, sino qué debo hacer yo, en mi familia, para mejorar la sociedad.
El enemigo número uno
Como recordaba Chesterton, «el enemigo número uno de la familia no hay que buscarlo afuera, en estas fuerzas enormes y avasalladoras que derrumban sociedades enteras […]. El enemigo del amor y de la familia es uno mismo […]. Es el “mí mismo” el que en su cobardía egoísta se muestra incapaz de aceptar el prodigioso escenario del hogar, con su grandeza de composición épica, trágica y cómica… ¡que todo ser humano puede protagonizar!»
Traduzco: el enemigo número uno de mi familia soy yo, Tomás Melendo, con mis 71 años bien cumplidos, cada vez que no inicio la jornada con la ilusión de acabar el día mucho más enamorado de Lourdes, mi mujer.
Traduce también tú, con los nombres propios de tu matrimonio: el tuyo y el de tu cónyuge. Y asume gozosamente tu responsabilidad.
Mi matrimonio, la humanidad, mi matrimonio
«Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida» (Juan Pablo II).
¡Atento a los subrayados!, que son del original: la calidad de toda la gran red de las relaciones humanas, ¡de toda!, depende de la que instauremos tú y yo, en nuestro matrimonio.
Es lo que afirma, sin ambages, Juan Pablo II.
¿Exageración?
Piensa conmigo.
- La calidad de cualquier relación humana (familiar, social, de amistad, laboral, ¡de negocios!, ¡cualquiera!) depende del amor real que medie en ella: no del sentimentalismo ni las palmaditas en el hombro, de los apretones de mano o los abrazos o los festejos y carantoñas, sino del empeño real y efectivo en querer y buscar lo más eficazmente que pueda el bien de la persona o las personas con quienes me relaciono.
- Con otras palabras: la calidad de cualquier relación humana, ¡de todas!, depende del amor real que vibre en ella.
- Y la única “institución” creada para hacer surgir y mejorar el amor es el matrimonio (y todo lo que de él deriva).
- Ergo…
La calidad de todas las relaciones humanas depende de la que establezcamos tú y yo en nuestro matrimonio.
¡Nada menos!
«Por eso —continúa Juan Pablo II— dejará el varón a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne».
¿Por eso?, ¿por qué? Porque toda la gran red de las relaciones humanas… ¡toda!
Cada matrimonio, el tuyo y el mío, tiene un alcance, una dimensión universal: la salud de la humanidad se juega en él. La calidad de todas las relaciones humanas depende de lo que hagamos tú y yo, minuto a minuto, día a día, detalle a detalle, en nuestro matrimonio.
La educación de los hijos, por ejemplo, deriva en línea directa del amor conyugal: para educar a los hijos basta -¡basta!-, con que los cónyuges se quieran entre sí, a fondo y de verdad (que no es poco, ni mucho menos).
Conclusión: lo más grande que puedo hacer por la humanidad es empeñarme en cada instante —¡ahora!— en amar más a mi cónyuge.
Y tú también.
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