Yo no me arrodillo

Si lo lees, no te gustará este artículo y me odiarás para siempre, sabiendo sin embargo que sólo te cuento la verdad

Raffaella Carrà

Me llamarán buitre carroñero, añadiendo que carezco de misericordia, que me consume el cinismo, que desprecio el dolor, que desprecio la compasión y que ni siquiera ante la muerte tengo vergüenza. Totalmente contrario a la realidad.

He leído cosas sobre periodistas famosos que han llorado, sobre políticos desconsolados, sobre un país entero paralizado por la noticia de la muerte de Raffaella Pelloni, alias Carrà, una corista transgresora como el pintor del que tomó su nombre artístico. Dicen que, en comparación con lo de hoy día, las actuaciones de Carrà eran cosa de colegialas. Mentiras. Para la época eran conscientemente transgresoras.

Porque la Carrà fue la peste de la revolución sexual servida en frío en las mesas de los italianos, vendida prête-à-porter en los tocadiscos de los niños, vendida en tiendas de “lleve tres y pague dos” de la Italia del boom y del post boom.

Sus movimientos y gestos, su vestimenta puesta en escena, y las letras de sus canciones que normalizaban “el cuerpo de la mujer” y el amor libre provocaron más de mil marchas de protesta, mil reivindicaciones intelectuales, mil acciones políticas. Marcaron la pauta, trazaron el camino, anticiparon el futuro. Sobre todo, han hecho saltar una cerradura. Con ella, el sexo salió de las habitaciones en las que debía permanecer y entró en los salones de una Italia puesta patas arriba. No fue la violenta agresividad del porno lo que ganó la campaña de Italia, sino su sonrisa dispuesta a conquistar esa Italia de vacaciones en la Riviera.

La Carrà ha contribuido de una manera arrasadora a la sexualización del modo de vida italiano gracias a esa manera explosiva que tenemos de hacer de todo un espectáculo y un buen plato de pasta. Los sábados por la tarde, con los ojos del hombre interior fuera de sus órbitas, el italiano medio y la media de los italianos, los padres y las madres, las abuelas y los pequeños se quedaban mirando. Todos tarareaban alegremente y con fuerza “esa melodía que tanto me gusta”:

Soy un corazón errante que no tiene reglas/ Mi vida es una ruleta/ Tú conoces mis números/ Mi cuerpo es una alfombra… Qué bonito es hacer el amor de Trieste para abajo/ Qué bonito es hacer el amor, yo estoy preparada y tú también/ Tantos deseos/ A la que tantos amantes han … Qué bonito es hacer el amor de Trieste para abajo/ Lo importante es hacerlo siempre con el que quieres/ Y si te deja, ¿sabes qué debes hacer? / Encuentra otro más guapo/ Que no tenga problemas

Porque en el Belpaese si lo dice en el prime time la mamma RAI, si lo escuchas mientras compras en el supermercado, entonces todo está bien. Curvas de jamón, muslos con ensalada, mofletes por mejillas, escotes ginecológicos y pechos comprimidos a la antigua usanza. No hacía falta ponerlo todo en la pantalla, entre la programación infantil y los aburridos telediarios, a no ser que se quisiera ahogar a propósito la seducción con la adición y domesticar el deseo con aquella rutina que nos conquistó tanto entonces que hoy todavía repetimos “¿qué daño hace? Con Carrà, la contramoral del sesenta y ocho tuvo su propio cuarto de hora de celebridad pop y eso le bastó. Si dejáramos de ser hipócritas tendríamos el valor de decirlo, y dejaríamos de arrodillarnos ante la devastación a la amatriciana.

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