He buscado durante muchos años en lo interno, en mis pensamientos, en la imaginación, en los rastros que la historia nos deja, la verdadera realidad del nacimiento de Cristo.
Entender aquel suceso, lo ocurrido en ese insólito pesebre, donde la vanidad no permite que un hijo nazca, donde un sentido de sociedad y clasismo rechaza la sencillez y pobreza de un alumbramiento, donde la discriminación separa entre unos y otros, crea
un profundo problema moral, un agudo reclamo de verdad.
Como te acercas al pesebre de Cristo, humilde, solitario, ausente de objetos que no sean aquellos donde se guardan instrumentos de arado, paja, objetos y pernoctan los animales si en la práctica llevamos los reclamos de nuestra vida material sobre todo con la que segregamos y escogemos, agrupamos y separamos distinguiendo y calificando entre seres humanos.
Creemos que la lección y significación de aquel nacimiento del pobre niño de Belén, sin estancia propia y segura, en la urgencia del padre que imploraba un lugar, en medio de los dolores de una virgen exhausta, impaciente, va mucho más allá, señala lo que somos, señala categóricamente lo que debemos ser.
El nacimiento de Jesús tiene como todo un elemento físico y un elemento espiritual. Nos muestra su pobreza, su urgencia, su rustiques; nos muestra la angustia de la hora, la inevitabilidad del suceso en la noche, sin recursos inmediatos y propios, su realidad.
Nos enseña también en el plano moral su riqueza extraordinaria, su verdad inevitable, confrontadora y acusadora al presentarnos el cuadro del hijo de Dios naciendo en un pesebre.
Quien miraba la conciencia de una mujer o de un hombre al solo mirarlo, quien percibía el estado de quien se le acercaba, don de la verdad, el Padre Pío, santo de Dios, realizó en mi concepto la más auténtica de las descripciones, la más fidedigna de cuantas conozco de la llegada de Cristo y señalaba:
“Lejos en la noche, en la época más fría del año, en una fría cueva, más adecuada para un rebaño de bestias que para los seres humanos, el prometido Mesías – Jesús – el salvador de la humanidad, viene al mundo en la plenitud de los tiempos.
No hay nadie que clame a su alrededor: sólo un buey y una mula dando su calor al recién nacido, con una humilde mujer, y un hombre pobre y cansado, en adoración a su lado.
Nada puede ser oído, salvo los sollozos y gemidos del niño Dios.
Y por medio de su llanto y lágrimas, él ofrece a la justicia divina el primer rescate por nuestra redención.
Sólo unos pastores, que habían estado ocupados cuidando sus ovejas en los pastos, vienen a visitarlo.
Visitantes celestiales les había alertado del suceso maravilloso, invitándoles a acercarse a su cueva.
¡Son abundantes, Oh cristianos, las lecciones que brillan desde la gruta de Belén!”.
La respuesta de Dios fue diferente, ajena a lucimientos, contraria a la riqueza humana, opuesta al engreimiento de la gente. Escogió para su hijo que presentó a este mundo escaso y limitado: “Pobreza, humildad, abyección, desprecio, todo alrededor de la Palabra hecha carne” y finaliza como lo expresa Pío con elevado simbolismo:
“Él está satisfecho con adoradores humildes y pobres, para animarnos a amar la pobreza, y preferir la compañía de los más bien pequeños y simples, que de los grandes del mundo”.
Independientemente de cómo lo veamos, el verdadero nacimiento está en nosotros, en nuestra compresión de la vida, en nuestra compresión de lo que somos y aspiramos, en lo que hacemos a nosotros mismos y a los otros.
La escogencia está presente, el sentido de la vida, de nuestra vida rica o pobre tal y como la hacemos. Es el reclamo, la lección, la virtud y la verdad perenne del nacimiento de Jesús, el hijo de Dios entre nosotros aquella noche en Belén, que nos trajo en medio de nuestras tribulaciones y contradicciones un salvador.
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