Querer: la voluntad ¡y más!
La voluntad, pero no aislada: ¡todo nuestro ser!
Cuando Aristóteles describe el amor como querer, pretende dejar claro que el núcleo del amor se asienta en la voluntad:
· que amar es, esencial y fundamentalmente, un acto voluntario y libre;
· una determinada determinación, estable e imperecedera, como sugería en mi anterior publicación.
No obstante, quienes tenemos la suerte de llevar muchos años enamorados, sabemos que el amor no se agota ahí, en la sola y desnuda voluntad.
Que, hablando con propiedad, se ama con toda la persona.
Que, para amar de veras, hay que ponerlo en juego todo:
· Desde los actos más trascendentes, como la oración, la reflexión y el sacrificio por el ser amado, o el diseño conjunto de un proyecto de vida en común.
· Pasando por los sentimientos, afectos y emociones: ternura, gratitud, delicadeza, confianza, amabilidad y afabilidad, empatía y simpatía…
· Hasta las acciones más menudas y en apariencia irrelevantes, en las que se concreta el bien que buscamos para la persona amada.
Entre otras:
· El empeño por mostrarse elegantes y atractivos: él y ella, ella y él (es decir: también él).
· El esfuerzo de la sonrisa amable, la caricia delicada o la mirada de aprobación, consuelo, complicidad o cariño…
· Los pequeños detalles, que hacen más jugoso y entrañable el retorno al hogar; que iluminan la vida cotidiana con destellos fulgurantes de entrega; que encarnan y dan vida a la dedicación de los padres a cada hijo o de los hermanos entre sí o de los hijos con sus padres y de los restantes miembros de la familia…
· La omisión de todo aquello que dañe o moleste a nuestro cónyuge y a nuestros hijos.
Es decir, absolutamente todo.
Amamos con todo lo que somos, sabemos, sentimos, tenemos, hacemos, anhelamos ¡e incluso nos falta!
¡Sí!, también con nuestras limitaciones y con nuestras carencias o defectos, en la media en que los damos a conocer o, al menos, los reconocemos y pedimos ayuda o, si procede, perdón.
Absolutamente con todo.
En este sentido —y acudiendo por un momento a la filosofía—, amar equivale a apoyar, con todo nuestro ser, el ser de la persona amada.
Amar consiste en volcar todo nuestro ser en apoyo y promoción de la persona querida.
Pero… ¡la voluntad!
Son muchos, por tanto, y muy variados, los actos de amor:
· La palabra o el silencio comprensivos, dictados por las necesidades del otro, más que por nuestras apetencias.
· La sonrisa franca, sincera y acogedora, también cuando no tenemos ganas y nos resulta costoso.
· La esmerada atención a quienes nos rodean, poniendo entre paréntesis nuestras ilusiones, para descubrir eficazmente y dar vida a lo que cada uno de ellos necesita.
· El trabajo constante y esforzado o la generosa disponibilidad hacia los hijos, amigos o compañeros, también cuando andamos muy escasos de tiempo.
· La puesta a punto de la propia imagen, o la de la casa, o del lugar de trabajo, con detalles a menudo casi imperceptibles, pero que hacen más agradable la vida a los demás.
· El empeño constante por omitir cuanto empeore la relación con los otros o perturbe una convivencia armónica.
Numerosísimos y muy diversos actos y detalles, según acabo de sugerir.
Pero esos inmensos repertorios de acciones o actividades solo se transforman en auténtico amor cuando van de la mano del querer libre y voluntario.
· O, con palabras más directas: solo son amor en la medida en que se encuentran englobadas o inmersas en la operación más propia de la voluntad, el querer.
· Una acción que busca de manera noble, constante y, en lo posible, eficaz, el bien de la persona amada.
Cualquier actividad legítima se transforma en amor en cuanto quiere y busca el bien de la persona amada.
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