Primer artículo: La Familia (i de ii)
Continúo en este artículo el estudio de los cuatro elementos principales de la familia, iniciado en el artículo anterior.
2. EL PRINCIPIO DE LA AUTORIDAD
Está claramente establecido en Ef 5:22-24: “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y Él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo.”
Este pasaje pone sobre el hombre, en realidad, más obligaciones que sobre la mujer, porque para que ella se le someta, él debe tratarla como Cristo a la iglesia. ¿Y cómo trata Cristo a la iglesia? Muriendo por ella. Así pues, el hombre, para cumplir a cabalidad con su papel de marido, debe estar dispuesto a morir por su mujer, lo cual supone no solamente el exponer su vida por salvar la de ella sino, en los hechos, estar dispuesto a morir a sí mismo diariamente para contentarla a ella.
El hombre, según 1P 3:7, debe tratar a su mujer “como a vaso más frágil”. ¿Cómo tratamos a una pieza delicada de porcelana? Con sumo cuidado.
El pasaje citado de Efesios dice claramente que la autoridad en la familia reposa en el marido, que es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza del hombre.
La autoridad del esposo pone orden en la vida familiar. Cuando la esposa se rebela contra la autoridad del esposo, o la cuestiona, la vida de la familia es perturbada. Pero cuando el marido trata mal a su esposa la vida familiar es igualmente perturbada. Ambos deben vivir en armonía y someterse el uno al otro en el temor de Dios (Ef 5:21).
La autoridad del esposo sobre su mujer; y la del padre y la madre sobre los hijos, tiene como límite la ley de Dios. El marido no puede obligar a su esposa a hacer algo contrario a la ley de Dios, ni tampoco pueden ambos obligar a sus hijos a hacerlo. Al contrario, los padres deben enseñar a sus hijos la ley de Dios y a obedecerla, dándoles ejemplo.
En la práctica la autoridad del padre y la madre sobre sus hijos, esto es, la autoridad que no se impone a la fuerza, sino que es aceptada con naturalidad, tiene como fundamento la unión existente entre ambos. Cuando los esposos son unidos sus hijos se les someten de buena gana, pero están descontentos y se rebelan cuando hay peleas entre ambos. Cuando los esposos no son unidos no pueden ejercer bien su autoridad sobre sus hijos, porque ocurrirá con frecuencia que ellos se inclinarán hacia el uno o hacia el otro de sus padres, según consideren quién tiene la razón. Recuérdese que los hijos pequeños suelen tener en alto grado el sentido de la justicia.
La autoridad de la madre sobre sus hijos, en especial, cuando crecen, es en cierta medida una autoridad delegada. La madre la ejerce en nombre del padre. Pero cuando el padre está ausente la autoridad reposa en ella.
Frecuentemente en nuestra sociedad, como consecuencia de la deserción del padre, la autoridad en el hogar reposa en la madre, que suele cumplir en esos casos el doble papel de padre y madre con abnegación y, a veces, con heroísmo. Esas situaciones ocurren lamentablemente con mucha frecuencia en nuestro pueblo por irresponsabilidad del padre. Pero el padre que abandona a su mujer y a los hijos que tuvo con ella, rendirá severa cuenta a Dios por ello.
La falta de armonía entre sus padres hace sufrir mucho a sus hijos, afecta sus sentimientos, su bienestar psíquico y su seguridad en sí mismos. Muchas de las deficiencias de carácter y de las inseguridades de los hombres y de las mujeres adultos tienen su origen en el clima conflictivo que reinaba en el hogar en que crecieron. En cambio, la armonía entre sus padres contribuye a que los hijos crezcan psicológicamente sanos, equilibrados y seguros de sí mismos.
La autoridad de los padres sobre sus hijos ha sido ordenada por Dios en el Decálogo (“Honra a tu padre y a tu madre”, Ex 20:12). Pablo dice que este “es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra.” (Ef 6:2,3).
Los hijos que no obedecen a sus padres, no los honran. En el Antiguo Testamento estaban sometidos a castigo público delante de la congregación, incluso con la muerte (Dt 21:18-21).
Es obligación de los padres enseñar a sus hijos la ley de Dios (“Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos…”, Dt 6:6,7), así como todo lo concerniente a la historia sagrada y a la piedad (“Y cuando mañana te pregunte tu hijo, diciendo: ¿Qué es esto? Le dirás: Jehová nos sacó con mano fuerte de Egipto, de casa de servidumbre; y endureciéndose Faraón para no dejarnos ir, Jehová hizo morir…a todo primogénito…” Ex 13:14,15).
También están obligados los padres a disciplinar a sus hijos: “No rehúses corregir al muchacho; porque si lo castigas con vara no morirá…” (Pr 23:13). Pero el castigo físico nunca debe ser aplicado con cólera (aunque yo sé lo difícil que es eso). Este versículo no autoriza a los padres a descargar su cólera sobre sus hijos, como ocurre con frecuencia, porque hacerlo desvirtúa el propósito de la disciplina, que es corregir (Pr 19:18). El castigo debe ser aplicado con ánimo sereno y de tal manera que el niño sienta que sus padres lo aman, y que lo castigan a pesar suyo. Pero si los padres no lo castigan por sus malacrianzas, el niño crecerá creyendo que todo le está permitido, y será más tarde un adulto desconsiderado, engreído, prepotente y eternamente insatisfecho.
Los hijos adquieren en el hogar el sentido del respeto a la autoridad. Los hijos que respetaron la autoridad de sus padres, respetarán de una manera natural la autoridad del gobierno y las reglas de conducta de la sociedad. Si los hijos rechazaron la autoridad de sus padres, o la autoridad de uno de ellos, es muy probable que al crecer rechacen también la autoridad del gobierno, y vivan siendo unos rebeldes y descontentos.
Pero, repito, para que los hijos respeten la autoridad de sus padres es necesario que sea ejercida con cariño y consideración.
3. ESO NOS LLEVA AL TERCER ELEMENTO: EL AMOR.
En toda familia bien constituida reina el amor: el amor de Dios y el amor de los esposos entre sí, que se extiende y se derrama sobre sus hijos.
Si los padres no se aman mutuamente, si se han vuelto indiferentes uno con otro, o si discuten todo el tiempo y se pelean, su amor por sus hijos sufrirá; será imperfecto, no se expresará de una manera espontánea y no podrá satisfacer las necesidades emocionales de sus hijos, sobre todo las de sus hijos pequeños.
De ahí la obligación que tienen los padres de amarse mutuamente y de superar sus deficiencias de carácter y sus dificultades mutuas. Es conveniente recordar en este contexto el principio que he sentado en otro lugar: el hombre y la mujer se casan no solamente porque se aman, sino sobre todo para amarse. Amarse es su obligación.
Los padres no deben discutir delante de sus hijos. Eso los angustia y los hace sentirse inseguros. Es comprensible e inevitable que los esposos tengan ocasionalmente desavenencias y que discutan entre sí, aunque si se aman realmente, ocurrirá rara vez. Pero si lo hacen debe ser a puerta cerrada para que sus hijos no los oigan. Y por supuesto, nunca deben insultarse, porque eso degrada al matrimonio.
Si discuten delante de sus hijos adolescentes o mayores, éstos pueden perderles el respeto.
Los hijos pequeños necesitan ser amados por sus padres para desarrollarse bien. Si no son amados y acariciados sufrirán, y tendrán más tarde complejos. El amor de sus padres es un alimento para ellos, tan necesario como el alimento material.
Una familia formada por padres ya mayores y por hijos ya adultos, si está unida por un fuerte amor mutuo, es un espectáculo muy bello que da muy buen testimonio ante la sociedad.
Cuando en las familias reina el amor, sus miembros se preocupan unos por otros.
4. ESO NOS LLEVA AL CUARTO ELEMENTO: EL APOYO MUTUO.
El amor que se tienen los padres entre sí, el amor correspondido que tienen por sus hijos, hará que se apoyen y ayuden mutuamente, y que se preocupen unos por otros.
Eso es algo que suele ocurrir en todas las familias bien constituidas del mundo entero: los padres se preocupan por sus hijos, y los hijos se preocupan por sus padres. Se ayudan unos a otros de manera espontánea.
¿A quién acude un niño pequeño cuando se siente amenazado? A su padre, o a su madre. Rara vez al abuelo, si está cerca.
Y si los padres no están en casa ¿a quién acude el niño? Normalmente al hermano mayor, o a la persona con quien vive y que hace las veces de padre o de madre, que puede ser efectivamente en algunos casos, el abuelo o la abuela.
Además del núcleo familiar, en torno del hogar existe la familia extendida, formada por los parientes cercanos, los tíos, los sobrinos y los primos. Esa familia extendida suele ser también una fuente muy útil y valiosa de apoyo mutuo. Es muy bueno cuando hay relaciones estrechas entre los parientes cercanos, hermanos, tíos y primos de ambos sexos. Juntos forman un clan que puede ser de gran ayuda en situaciones de emergencia de todo tipo, no sólo relacionadas con el hogar, pero en particular en éstas. Como, por ejemplo, si la mamá se enferma y no puede ocuparse de su casa, viene una pariente cercana que se hace cargo de la casa momentáneamente, cocina y se ocupa de los niños pequeños.
Un ejemplo bíblico patente lo vemos en el caso de María que, cuando se enteró de que su pariente Isabel estaba embarazada, fue a acompañarla durante un tiempo para ayudarla en ese trance.
Esas situaciones se daban sobre todo antes, cuando el ritmo de vida era menos intenso, las mujeres no solían trabajar como ahora, y las distancias eran menores. Hoy en día los vínculos de parentesco entre nosotros se han aflojado un poco, como ocurre en los EEUU y en Europa.
La unión de las familias extendidas suele estar basada en el recuerdo de padres, o abuelos, o antepasados justos, que sentaron un buen ejemplo y que dejaron una huella en sus descendientes, creando un sentido de unidad y solidaridad entre ellos.
Cuando son unidos los miembros de la familia nuclear se apoyan mutuamente de una manera espontánea. Los padres apoyan a sus hijos: los alimentan, los visten, los mandan al colegio, y si está dentro de sus posibilidades, les proporcionan una educación superior para que tengan una profesión y hagan una carrera y, además, si pueden, les dejan una herencia.
Los padres suelen estar pensando anticipadamente en qué les van a dejar a sus hijos, en términos de propiedades, negocios, etc., aunque la mejor herencia es una buena educación en el Señor.
A su vez, cuando son adultos, los hijos apoyan a sus padres ancianos, sea económicamente cuando es necesario, pero, sobre todo, con su compañía, con su cariño y su cuidado. Es muy triste cuando los hijos dejan de visitar a sus padres ancianos y se olvidan de ellos.
Un caso interesante, aunque se trataba de la nuera, es el de Rut que, cuando enviudó siendo todavía joven, renunció a quedarse en su tierra para casarse con un joven que la pretendiera, con el fin de acompañar a su suegra Noemí a su Belén natal, para que no regresara sola. Pero Dios premió su fidelidad, dándole en su nueva patria como marido a un hombre de fortuna, a Booz, que admiraba la forma cómo ella se había comportado con su suegra. ¿Y quién descendió del matrimonio que formaron? Nada menos que el rey David, y después, nuestro Salvador, Jesús, a través de José.
Las familias unidas, en las cuales han reinado, y siguen reinando, esos cuatro elementos, son inquebrantables. Son como fortalezas ante los ataques del enemigo, y un ejemplo para la sociedad que ve en ellas una manifestación de la intervención de Dios en la vida hogareña, porque eso no es obra humana sino divina.
La unión familiar es instintiva en el ser humano. Existe no sólo en el cristianismo y en el judaísmo. Se encuentra también en otros pueblos, en otras culturas, y en otras religiones, como en el Islam, en donde, aunque la poligamia está permitida, las familias suelen ser muy unidas. Se da también en el hinduismo, en los pueblos primitivos y paganos de África y de Oceanía, y en las tribus de la selva peruana.
Es Dios quien ha puesto en el hombre el instinto de la procreación y, como su complemento, el instinto de la unión familiar.
De ahí que podamos afirmar sin temor a equivocarnos, que la familia es uno de los aspectos más importantes del plan de Dios para el ser humano. Por ese motivo al comienzo del libro del Génesis dijo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea.” (Gn 2:18). ¿Por qué no dijo también: No es bueno que la mujer esté sola? Porque cuando la creó ya existía el hombre. Pero también, creo yo, porque la mujer, a pesar de su aparente fragilidad, está más capacitada que el hombre para subsistir sola.
Para finalizar, preguntémonos. ¿Para qué creó Dios al hombre y a la mujer? Los creó el uno para el otro, y para que su amor fuera un reflejo del amor que une a las tres personas de la Trinidad. Es bueno que los esposos sean concientes de ese aspecto trascendental de su amor.
Démosle gracias a Dios por su sabiduría y por su bondad; porque creó al hombre y a la mujer para que fuesen felices juntos, haciéndose felices el uno al otro; y para que le den hijos que lo amen, formando familias sólidas y unidas que den testimonio de su presencia en el mundo.
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