En los últimos años, la agresiva adopción de la ideología transgénero por parte de las empresas estadounidenses —impulsándola en la creación de marcas, las campañas de marketing y la cultura organizativa— se ha topado con una creciente reacción negativa. Un ejemplo destacado es KMD Brands, la empresa matriz de Rip Curl y Katmandú, que ahora se enfrenta a importantes consecuencias financieras tras alinearse demasiado estrechamente con la agenda woke. Su última pérdida —82,9 millones de dólares, la peor en una década— sirve como un crudo recordatorio: cuando las empresas imponen una ideología a los consumidores, estos a menudo se defienden.
Rip Curl fue noticia cuando despidió a la querida icono del surf Bethany Hamilton —que perdió un brazo en un ataque de tiburón y ha expresado su apoyo a las categorías deportivas femeninas— después de que ella expresara su disconformidad. La marca entonces eligió a un surfista transgénero, Sasha Lowerson, como su “embajadora femenina”, provocando una feroz indignación pública. Según se informa, surfistas australianos quemaron productos de Rip Curl en señal de protesta, y muchos hicieron circular boicots.
La dirección de KMD sigue desviando la culpa hacia las condiciones macroeconómicas, calificando el período 2024-2025 como un “año de transición”. Pero el momento de sus pérdidas operativas sugiere que la resistencia de los consumidores al forzado despertar corporativo desempeñó un papel crucial. A pesar de las afirmaciones de presiones externas, la causa subyacente parece ser autoinfligida: las empresas tratan la ideología como una marca estratégica en lugar de mantenerse fieles a sus valores fundamentales y a lo que los clientes realmente quieren.
Este episodio es más que una simple empresa que pierde dinero. Ilustra un cambio más amplio en el mercado: los estadounidenses ya no toleran la postura moral ni el silencio cuando sus valores son desafiados. Estamos viendo un escrutinio cada vez mayor de cómo operan las marcas, desde lo que promueven hasta cómo gestionan la disidencia. Y en este caso, los consumidores demostraron que todavía ejercen un poder económico real.
La lección para las empresas es clara: si su estrategia es meter la ideología por la garganta de su público, no se sorprenda cuando dejen de comprar. En este momento de rechazo, los valores conservadores en torno a la libre expresión, la conciencia individual y la rendición de cuentas están mostrando fortaleza. La pregunta ahora es si otras empresas tomarán nota, o se enfrentarán al mismo ajuste de cuentas.
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