Y según se van haciendo mayores los niños, los padres también se hacen mayores. Y llega un día en que ya no pueden ayudarte, ya no se quedan con los niños, ya no tienen ganas de llevarles a los caballitos o a cenar y un día, quizá de repente, tienes que ocuparte tú de ellos. Y no sabes si serán unos días o unos años. Tienes que ir a verles cada día, a la otra punta de la ciudad a lo mejor, tienes que hacerles la compra, quedarte alguna noche en el hospital, salir corriendo a urgencias…Y no se trata de “devolver” lo que ellos te dieron, ni lo que hicieron por tus hijos. Se trata de dar amor a quien lo necesita, se trata de darse a otro que te necesita, igual que hiciste con tus hijos.
Porque eso es la familia.
Es amar sin medida, amar sin esperar nada a cambio y a pesar de todo. Amar y entregarse olvidándose de uno mismo. Buscando lo que el otro necesita o le hace feliz.
Y si con los hijos nos salía solo y era motivo de felicidad en sí mismo, con los padres debe ser así también. Quizá no salga tan fácilmente, o no sea fuente de alegría como lo es un hijo pequeño, pero ensancha el corazón igual porque es un amor aun si cabe más desinteresado.
Y no hay mirar si me dio o no me dio, si me dijo o no, si fue así o de la otra manera. Porque entonces, pierdes la oportunidad de crecer, de agrandar el corazón y el alma y de honrar la Vida.
Defendemos la muerte natural frente a la eutanasia, y esa defensa empieza en casa. Dándonos hasta que duela…
Mientras la esperanza de vida aumenta en occidente, disminuye en la misma proporción el respeto y el valor que damos a los mayores. Oímos decir a unos y otros “para qué vivir así, mejor que se muera” cuando en realidad quieren decir que “para qué complicarme yo la vida, mejor que se muera y se acabó el problema”, o sencillamente no entienden el valor de una vida que depende de las demás, porque no entienden que hay más alegría en dar que en recibir y que lo que no se da, se pierde.
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