Hace un par de meses estuve en una boda, donde el sacerdote, amigo de la pareja, comentaba en su homilía que el matrimonio era el sacramento que menos le gustaba impartir ¿por qué? por la mentira en que se ha convertido. Y aunque en este caso estaba emocionado -y se notaba- al conocer de primera mano a los novios, su relación, sus principios y su idoneidad para la gran aventura que se les venía encima, no dejaba de repetir, que esto no era más que una excepción, una pequeña isla de esperanza en un mar de decepciones en el que las formas se han impuesto al trasfondo. Luces, cámara y acción, todo un show en el que miles de euros se despilfarran, no para festejar el sacramento -que últimamente está alcanzado uno alarmantes niveles de nulidad- sino para dar mejor espectáculo que la boda anterior. Parece que hay que suplir el fondo con las formas -con muchas formas- y por eso se invierte más tiempo en preparar el photocall que el cursillo prematrimonial ¿a dónde vamos a parar?
Hablaba de matrimonios -canónicos, evidentemente- que habían convivido antes (y obvio que las relaciones prematrimoniales estaban a la orden del día), que estaban cerrados a la vida o al menos convencidos de un control de la natalidad artificial, que no tenían especial interés en facilitar una formación religiosa a sus pequeños, ni tampoco en vivir un matrimonio en la virtud. Algunos incluso en los que ya se venían arrastrando infidelidades y otros tanto que lo hacían porque ya no sabían “cómo prolongar el noviazgo”. Si no fallaba el motivo, fallaban las condiciones o incluso la capacidad de las personas. A veces ¡hasta los testigos! que se les hace mentir al “interrogatorio” previo del sacerdote, cuando no se tiene la certeza de que éste hará la vista gorda “por ser colega”. Aquella homilía fue dura, durísima, pero sincera como pocas. Comprender la situación que rodea al espectro católico del siglo XXI es fundamental para aprender a valorar los matrimonios de verdad que, como éste, habían vivido un noviazgo íntegro, basado en la sencillez del Evangelio y la magnanimidad que se espera de quien dicen sí al matrimonio, al de verdad, al que es para toda la vida y con todas sus consecuencias.
En el cóctel, comentandolo con otros invitados, unos decían que había que renovarse, que eran otros tiempos y la Iglesia debería comprender la situación actual (como si el Evangelio necesitase el mismo número de actualizaciones que nuestros smartphones). Mi respuesta no dejó a aquel corrillo indiferente, pues dije que jugar al baloncesto era optativo y nadie les obligaba a hacerlo, pero que si pretendían cambiar las normas porque les venía mejor encajar los puntos con los pies y en una portería, podían acudir al fútbol. Deporte igualmente legítimo para quienes prefieren no ejercitar apenas los brazos. Las risas estuvieron garantizadas, pero el mensaje llegó, que era lo importante. ¿Para qué quieres un matrimonio canónico si no piensas vivirlo como tal? ¿Qué buscas? ¿Qué esperas? ¿Aparentar? Es triste que nuestras decisiones estén tan marcadas por la opinión de los demás y tan poco por nuestros propios principios. Deja de vivir al son de quienes te rodean y empieza a tomar tus propias decisiones. Sé consecuente, vive en coherencia con lo que dices defender. El día de mañana no habrá nadie a quien puedas culpar de tus errores, si es que algún día llegas a darte de cuenta de cuales fueron.
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