
El 27 de agosto de 2022, el papa Francisco reunió en Roma a los cardenales para un nuevo consistorio. No era una cita aislada, sino uno más de una serie cuidadosamente orquestada durante los años finales de su pontificado. A simple vista, podía parecer una celebración litúrgica del gobierno eclesial. Sin embargo, lo que se desarrolló fue una operación quirúrgica de poder.
A lo largo de su mandato, Francisco ha creado 110 de los 138 cardenales que en mayo de 2025 tendrán derecho a voto en el cónclave. Más allá de la cifra, lo determinante es el perfil de los elegidos: hombres desconocidos entre sí, procedentes de diócesis marginales, sin peso doctrinal ni experiencia curial, en su mayoría de edad avanzada y con limitaciones idiomáticas. Un colegio cardenalicio desarticulado, disperso y dependiente. Justo lo necesario cuando se busca manipular desde dentro.
I. La desinformación como norma
Si observamos los dos últimos cónclaves —los que eligieron a Benedicto XVI y a Francisco— se aprecia un patrón claro: el número de cardenales ajenos al núcleo romano ha crecido exponencialmente. Lo que en tiempos de Juan Pablo II era una excepción, hoy se ha convertido en regla. Muchos purpurados, especialmente de Asia, África y América Latina, llegan a Roma sin conocer a sus hermanos en el colegio cardenalicio. La información de la que disponen suele ser mínima, superficial, y en más de un caso, procedente de Wikipedia.
Esta ignorancia, lejos de ser un accidente, parece una estrategia. La lógica es sencilla: quien no conoce, no decide; quien no decide, delega. Y en la Iglesia de Francisco, delegar equivale a someterse a los lobbies que operan en los pasillos del Vaticano. Así, el tan celebrado carácter “universal” del colegio cardenalicio se convierte, en realidad, en un instrumento para concentrar el poder en unas pocas manos: las que manejan la agenda.
II. La geopolítica de los nombramientos
De forma paralela, la dispersión geográfica ha sido empleada con notable astucia para reforzar este esquema. Francisco no solo ha nombrado cardenales en diócesis poco conocidas, sino que ha favorecido perfiles de edad avanzada y procedencias lingüísticas que dificultan su integración. El resultado es un cuerpo electoral incapaz de comunicarse con fluidez, dialogar en profundidad o articular propuestas comunes. Una asamblea sin alma.
En no pocos casos, además, estos nuevos cardenales estarán muertos o impedidos para el siguiente cónclave. Su función real no es votar, sino diluir el cuerpo electoral: transformar el cónclave en una reunión de desconocidos que emiten su voto bajo presión y sin criterios compartidos.
III. Divide y vencerás: el método Bergoglio
El principio es antiguo y eficaz: divide y vencerás. Aplicado al contexto de los consistorios, significa fragmentar la colegialidad, sembrar confusión y generar dependencia respecto al aparato curial. Francisco ha aplicado esta lógica con precisión quirúrgica: ha multiplicado las creaciones cardenalicias, ha neutralizado a los conservadores y ha marginado cualquier autoridad doctrinal sólida.
Un ejemplo emblemático de esta estrategia es el cardenal Raymond Burke. Fue despojado de su salario y de su vivienda en el Vaticano sin mediar proceso formal. Su “delito”: resistir teológicamente al caos sinodal. Mientras proclamaba la sinodalidad, Francisco lo apartó con gesto despótico. Y Burke, a pesar de ello, sigue rezando por él en la plaza de San Pedro.
IV. Un pontificado sin término
Francisco no renunció. Francisco murió. Y, sin embargo, preparó su sucesión. Él mismo lo anunció en 2015: “me quedan dos o tres años… a la casa del Padre”. Doce años después, continuó al frente: presidiendo consistorios, reformando códigos, nombrando cardenales. Esta prolongación no fue fruto del azar ni de un error de cálculo, sino el resultado de una estrategia minuciosa. Construyó un colegio cardenalicio a su imagen: obediente, desinformado y, en muchos casos, prescindible.
Ahora bien, los señores cardenales no son idiotas.
Pese al blindaje mediático, muchos han empezado a ver con claridad la arquitectura subterránea. La sinodalidad no es más que una fachada. El discernimiento, un eslogan. El papa que dijo “buenas tardes” desde el balcón se marchó sin despedirse. Pero dejó instrucciones nítidas.
V. El final del efecto Francisco
El entusiasmo que en otro tiempo movilizaba a las multitudes ha desaparecido. Las plazas están vacías. Durante la beatificación de Juan Pablo I en 2022 —presidida por el propio Francisco— la plaza de San Pedro apenas alcanzó un tercio de su capacidad. En 2016, para la canonización de la Madre Teresa, estaba llena. Y en 2002, con Juan Pablo II, medio millón de fieles acudieron a la canonización de san Josemaría Escrivá.
La comparación es demoledora. Donde hubo devoción, hoy hay indiferencia. Donde hubo prestigio, ahora reina la irrelevancia. El pueblo de Dios ya no camina hacia Roma: se dispersa.
VI. ¿Y ahora qué?
En este escenario, el siguiente cónclave se presenta como una partida abierta. Si triunfa el lobby, se elegirá un papa hecho a medida: sin carisma, sin doctrina, sin voluntad de reforma. Pero si los cardenales resisten, aún hay espacio para un gesto de valentía.
Algunos apuntan a nombres inesperados, como el del cardenal Tolentino de Portugal. Otros confían en que ocurra una sorpresa. Lo cierto es que el sistema ha sido cuidadosamente manipulado. Y el humo blanco podría ser, una vez más, solo eso: humo.
Lo sabremos, probablemente, esta misma tarde del 8 de mayo de 2025.