Borrar la familia de nuestras mentes: una necesidad revolucionaria

A lo largo de la Historia, la familia ha demostrado ser la piedra angular de la sociedad. Aun poseyendo diversas características según los tiempos y lugares, siempre se ha basado en la unión estable entre hombre y mujer; unión que es complementaria por naturaleza y está llamada a la perpetuación de la especie. 

La familia ha demostrado ser el mejor marco para criar a la descendencia. Adecuada para el cultivo del amor, el apoyo mutuo, la dedicación y el sentido del deber, se caracteriza por la preocupación de los padres en buscar el bien material y moral de sus hijos. Conseguirlo es tal vez el mayor estímulo para trabajar y progresar, y así contribuir al bien común. 

La familia estable contribuye a formar las costumbres, las tradiciones y la moral social. Aquellas familias con mayor noción de su identidad propia y que se empeñan en cultivar los valores heredados de sus ancestros, suelen formar élites en las sociedades en que viven, especialmente cuando cumplen funciones propias al bien común. 

Hasta hace algunos siglos, la familia solía ser patriarcal, esto es, tendía como cabeza a los abuelos, manteniendo vivas las relaciones verticales y horizontales entre sus varias generaciones. 

Obviamente, como toda institución humana, ella es afectada por los defectos y culpas de las personas que la componen, así como los de la sociedad que la rodea. Pero la solución nunca será aniquilar la familia, sino fortalecerla combatiendo tales defectos. 

Hoy vivimos una guerra cultural que socava la familia, y hasta borra nuestra noción de qué es una familia. El Prof. Plinio Correa de Oliveira —a cuya escuela de pensamiento pertenezco— ubica el origen de esta Revolución siglos atrás, en la decadencia de la Edad Media, a partir de la cual se vienen sucediendo corrientes y cambios inspirados en el orgullo igualitario y la sensualidad libertina. 

La familia es la primera escuela de la desigualdad y la moral, las cuales suscitan el odio de quienes viven dominados por las pasiones que acabamos de mencionar. Sin embargo, aquella institución es tan natural y tan amada que es inútil combatirla directamente. Lo intentaron Marx y Engels tachándola de institución burguesa, formada por esposos infieles que explotan a sus hijos.  Fracasaron, pero legaron a los auténticos izquierdistas su odio antifamiliar. El extremado comunismo camboyano, por su parte, separaba a los niños de sus madres al terminar la lactancia, para evitar la formación de relaciones de superioridad (foto).  Tampoco pudo sostenerse. 

Los ataques más exitosos contra la familia han sido los más lentos y falaces, y los que apelan directamente a las pasiones desbocadas que el público esté más propenso a admitir. 

Por ejemplo, en el siglo XVI, en los países que adhirieron a la llamada Reforma se adoptó el divorcio, que solo terminó de extenderse a las demás naciones cristianas a fines del siglo XX. Anteriormente, quien se casaba estaba formando una familia para siempre, y por tanto debía empeñarse en afrontar los eventuales problemas evitando huir de ellos. Hoy en día la separación es tenida como algo normal, pese a las secuelas que trae para la formación de los hijos, especialmente cuando llegan “nuevos compromisos”. Y esto sin hablar de la vulnerabilidad psicológica que acarrea a la sociedad. 

Durante la Revolución Industrial, el éxodo del campo y el absorbente trabajo en la ciudad debilitaron a las familias, que tendieron a perder la patriarcalidad para ser meramente nucleares (padre, madre e hijos). 

Por su parte, a lo largo de los siglos XX y hasta hoy, la industria del entretenimiento ha tenido gran responsabilidad en la normalización del concubinato. Además, expone la actividad sexual como algo deseable, practicado por todos en cualquier momento y sin consecuencias. Esto fue ampliamente reforzado con la difusión de los anticonceptivos, trayendo un cambio de mentalidad que ha favorecido el adulterio, la promiscuidad en adolescentes, la concepción de hijos sin familia y el aborto. 

De otro lado, el individualismo, hoy exacerbado por las tecnologías que nos aislan del convivio social, también debilita a la familia. 

¿Y qué decir del acostumbramiento social con la homosexualidad? Occidente ha debido ser víctima de una larga operación de psicología social para que aquella se presente como moralmente aceptable, criminalizando a quienes discrepamos. Al mismo tiempo, la pretensión de tratar como matrimonio a las uniones homosexuales va minando en la mentalidad pública la noción de qué es un matrimonio y qué es una familia. 

Peor aún, se busca inculcar estos “principios” a los niños para garantizar la formación de una nueva sociedad, en que no tenga lugar la moral ni el orden occidental cristiano. El sueño de esta Revolución igualitaria y libertina estaría prácticamente realizado. 

Podría parecer que este proceso es invencible. Sin embargo, su radicalismo es su propia debilidad, pues está suscitando reacciones saludables. Amplios sectores de la población no estamos dispuestos a dejarle libre curso. La corriente en defensa de la familia ha crecido tanto, que se ha vuelto un serio obstáculo para quienes desean neutralizar dicha institución. 

Debemos participar con paso decidido en este combate cultural, con la certeza de que Dios y la Naturaleza están de nuestra parte. Las futuras generaciones nos lo agradecerán. 

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