1. El buen amor es “ambicioso” (y “responsable”)
Quien ama bien no quiere solo que la persona amada sea, que exista, sino que aspira con toda su alma a que sea buena: a que alcance la plenitud de perfección a la que se encuentra llamada y, con ella, la felicidad, la dicha.
Busca con denuedo la plenitud del amado y no ceja hasta conseguirla.
No le importan las derrotas ni la vergüenza y el dolor que las acompañan:
- Vuelve una y otra vez a la carga, asumiendo el peligro de ser de nuevo vencido.
- Precisamente porque ama, y ama bien, el desarrollo y la plenitud del ser querido le importan infinitamente más que su propio sufrimiento.
Quien ama bien no solo quiere que la persona amada exista, sino que aspira con toda el alma a que sea buena.
2. El buen amor es “clarividente” (y “responsable”)
Anticipa la perfección futura del amado… ¡y se empeña en conseguirla!
El buen amor no es ciego, sino perspicaz: no solo descubre la grandeza actual de la persona amada, sino que anticipa su perfección futura, lo que está llamada a ser (¡y se empeña en conseguirla!).
Al enamorarnos, sin proponérnoslo y sin advertirlo, por la misma fuerza del amor, anticipamos toda la maravilla que el otro está llamado a ser, se la atribuimos ya… y nos gozamos en ella: de ahí el enorme placer de sentirse enamorados.
- ¿El prodigio? Que descubramos, sin planteárnoslo expresamente y sin el menor esfuerzo, por la propia “magia” del amor, toda la perfección futura.
- ¿El peligro? No querer caer en la cuenta de que esa perfección es algo venidero, fruto del amor recíproco, y que habremos de luchar por conseguirla durante nuestro matrimonio, uniendo nuestras fuerzas en una batalla gozosa pero continua.
- ¿La solución? Al casarnos, hacer presente la perfección que hemos “anticipado”, pero ponerla ante nosotros “como futura” y “como consecuencia del buen amor”… ¡y comprometernos seriamente, con todo nuestro ser, a luchar por ella!
Con cada hijo sucede algo muy parecido: también “soñamos” su perfección futura y también se la adjudicamos ya ahora, sin esfuerzo, con la inmensa satisfacción que eso nos proporciona.
- ¿El prodigio y el peligro? Muy parecidos a los del enamoramiento: complacencia sin lucha.
- ¿La solución? Una dosis suficiente de amor del bueno, que pone el bien del hijo muy por delante del propio (algo —me duele decirlo— que hoy no es demasiado frecuente).
Amar a un hijo:
- no es procurar en todo momento que se sienta bien y, como consecuencia, sentirnos bien también nosotros, sin enfrentarnos con los problemas que la educación lleva consigo;
- sino luchar para ayudarle a ser mejor, aunque eso le haga y nos haga pasar un mal rato: la calidad educativa se mide en la actualidad por la capacidad de sufrir por hacer sufrir a quien más se quiere, siempre que eso sea imprescindible para él/ella.
El buen amor anticipa toda la maravilla que aquel a quien amamos está llamado a ser… y se empeña en hacerla vida.
3. El buen amor es “justo” (y “responsable”)
Otorga a cada realidad el valor que le corresponde.
(Aunque pretenda ocultárnoslo, es bastante “metafísico”. Descubre sin demasiado esfuerzo y como sin darle importancia, que:
- Las buenas cualidades no solo existen, sino que son: tienen un “ser positivo”, “ponen” algo en quien las tiene.
- Mientras que los defectos, que ciertamente existen (se dan de hecho, los “hay”… ¡y vaya si los “hay”), no tienen una realidad positiva, sino que, precisamente en cuanto defectos, son la carencia o ausencia de algo debido: son una modalidad del no-ser).
El buen amor percibe, por tanto, los defectos y las cualidades del amado, ¡claro que sí!
Pero abandona en el segundo plano que les corresponde a los defectos; sitúa en primer lugar las cualidades y lucha para que crezcan y se desarrollen… aunque eso implique alguna vez dolor y sufrimiento por parte de uno mismo y de la persona a la que se ama (cónyuge, hijos).
El buen amor percibe tanto los defectos como las cualidades, pero otorga a cada uno su auténtico valor y actúa en consecuencia.
4. El mal amor es… ¡ciego! (y “no-responsable”)
El “mal amor”, sin embargo, sí que es ciego: no quiere ver los defectos del otro ni luchar junto con él/ella para superarlos.
El mal amor de pareja:
- porque si los viera se desvanecería el “placer” (sin lucha) que el enamoramiento provoca:
- se prefiere la propia satisfacción de sentirse enamorado/a, se absolutiza…
- y se antepone al bien de la persona amada, a la que no se ayuda a mejorar.
El mal amor paterno-materno:
- porque aceptar los defectos de los hijos llevaría consigo el dolor de verlos y hacérselos ver…
- y el de empeñarse juntos, comprometidamente, en luchar para irlos superando…
- asumiendo también en primera persona (¡como propias!) las derrotas inevitables que esa lucha lleva consigo.
El mal amor es ciego: se ama tanto a sí mismo… que se impide ver lo que disminuiría la propia complacencia narcisista, aunque eso implique desentenderse del bien real del amado.
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