¿Límites en educación? Sí, para… ¡los padres!

Los cauces anticipan una alternativa a las acciones inadecuadas. No se limitan a rechazar o impedir. Disciernen y proponen. Y, por eso, educan

Sobre todo, para los padres

En un artículo anterior, comentaba que las normas eran muy oportunas también para los padres: para poner freno a nuestra arbitrariedad, de modo que no improvisáramos ni actuáramos en función del humor o del estado de ánimo, del cansancio, la desgana o el simple afán de imponernos, abusando de nuestros años y autoridad. 

Las reflexiones de hoy, complementarias, pretenden ir más lejos. 

Intentan mostrar que los cauces por los que discurre el quehacer educativo resultan imprescindibles, 

Como agentes —nosotros los establecemos—, pero también como destinatarios: nos ceñimos o sometemos a ellos. 

Como agentes-y-destinatarios.

Son, sobre todo, cauces para nuestra propia actitud y conducta: autorreguladores.

En educación, los cauces son imprescindibles, en primer lugar y antes que nada, para los padres.

Cauces, mejor que límites

¿Por qué cauces y no límites?

El simple esbozo de la imagen mental lo sugiere. 

Limitar tiene una inevitable y primaria y casi excluyente connotación negativa: dificulta o frena el crecimiento. 

Al encauzar, por el contrario, nada se pierde de la energía originaria. 

Los cauces permiten aprovechar todas las energías, también las que darán resultados más allá de lo común.

Adelantarse

Pero hay más. Encauzar significa necesariamente ir por delante. Y esto es clave para educar. Porque significa haber previsto, conocer bien a la persona a la que se pretende orientar, tener clara conciencia de sus cualidades, que procuramos aprovechar, potenciándolas al máximo.

Con los límites, basta pronunciar un “no”. 

Para encauzar se precisa el “sí” del amor.

El “no” que limita y restringe gravita a menudo en torno al yo. El “sí” que encauza tiene siempre que anticipar el bien de la persona amada.

Ampliar horizontes

Los cauces anticipan una alternativa a las acciones inadecuadas. No se limitan a rechazar o impedir. Disciernen y proponen. Y, por eso, educan.

Hoy son las pantallas. En mis tiempos, la televisión. 

Cuando decidimos que no se viera en casa —como decirle hoy a un adolescente que vaya por la vida sin teléfono móvil—, sabíamos muy bien lo que anticipábamos.

El hijo pasaba a primer plano. 

Y es el hijo quien hace padre a su padre… y también lo hace educador. 

Le obliga a ir por delante, a explorar nuevos territorios. 

Nadie puede educar sin simultáneamente educarse, sin el empeño por crecer personalmente.

El verdadero educador es, siempre y de manera simultánea y sobre todo, educado.

Con las propias pisadas

Con lo que indirectamente encontramos también una respuesta para el exiguo número de normas que conviene establecer en el hogar, al que me refería en un artículo precedente. 

¿Por qué pocas, muy pocas, solo las imprescindibles? 

Porque cada una de ellas ha de ser soportada —mantenida, sostenida en pie— por el propio comportamiento: no forzosamente por la victoria, pero sí por una lucha sincera, leal y constante.

Y los ejemplos pueden multiplicarse… siempre que uno/una esté dispuesto a soportarlos/sostenerlos con la propia conducta. De lo contrario, mejor abstenerse.

Por eso los cauces comienzan por los padres.

Los cauces para la educación de los hijos son los que los padres establecen ¡con su propio comportamiento! Ni uno más.

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