Estoy sentada escribiendo en lo que fue la mesa de despacho del abuelo de mi marido. Una mesa grande, de madera oscura con un sillón de brazos anchos. El ordenador encima de un portafolios de cuero, sobre la mesa dos cajas de tabaco, un abrecartas y un seca tintas.
Ventanas y contraventanas de madera a través de las cuales veo los campos manchegos. Una chimenea enorme de ladrillo, suelos de barro cocido y una mesa camilla a un lado en la que diferentes generaciones juegan juntos a las cartas.
No son mis raíces, son las de mi marido pero yo las he hecho mías y lo serán de mis hijos. Porque tienen el privilegio de tener raíces, de conocer y convivir con los muchos tíos y primos de su padre como si fuesen los propios.
Una casa grande en medio de la nada, esa nada manchega que abarca hasta donde la vista alcanza. El sabor al moje, a queso y membrillo, a los picatostes del desayuno, a los huevos de gallina del corral de María y el vino de la cooperativa. Los paseos con unos primos u otros, las partidas de croquet, la carrasca y las conversaciones en la larguísima mesa en la que nos sentamos en riguroso orden de edad.
Las raíces, la familia extensa, o incluso extensísima, la propia tierra, el pueblo, el campo y todo lo que va dando forma a una manera de ser. Y qué poco lo valoramos. Yo nunca he tenido esas raíces, esa tierra que era “mi tierra” y ahora que la tengo, veo lo poco que la aprecian los que nacieron en ella.
Y dejamos el pueblo, la vida sencilla, barata, hecha en casa, autosuficiente a veces y austera, y en la que el tiempo pasa despacio. Si hay que irse a la ciudad, al menos, que llevemos la tierra en el corazón porque las raíces son un privilegio y un tesoro de generaciones que nos hace inmensamente ricos.