Cuando los Reyes Magos llegaron a Belén llevaron tres presentes al niño Jesús: El oro es la riqueza, el poder, lo que los reyes tienen, lo que los hombres ambicionan, lo que corrompe almas, justifica o destruye la vida; el incienso es la gloria, el perfume de la divinidad, el espíritu santo que lo renueva todo, que perdona y que salva; la mirra, amarga y dolorosa es, de espinas y de cruz su final.
Cuando María los vio llegar, su alma se regocijó y advirtió que se había cumplido el anuncio maravilloso del triunfo de su hijo. Sabía al mismo tiempo que dolores profundos atravesarían su corazón el terrible día del martirio cuando el mal se ensañó contra él. Su nacimiento, en cambio, fue de luz, de estrellas y de ángeles, de cantos y alabanzas.
Al ver al niño aquellos hombres, un sagrado silencio les envolvió, bajaron las cabezas respetuosos, sintieron en el alma que se materializaba ante ellos la gracia singular de los tiempos. Dios les había permitido encontrarlo para representar ante él los distintos lugares de lo que se entendía era el mundo de entonces que aguardaba la llegada del hijo, el Mesías presente en la más sencilla de las formas, de la manera más simbólica. Regalos ante su Majestad presentaron, el niño rey, el hijo de Dios. La madre fue bendita, el esposo enaltecido, Dios glorificado.
Inquirieron sobre el nacimiento, cómo se mostraron los cielos, de qué manera la tierra. Se sorprendieron ante el hecho, el modo como Dios dispuso las cosas. Reconocieron la grandeza del Señor, de sus promesas, de sus obras, lo que desde el comienzo se esperaba venir para dar al hombre más allá de sus merecimientos la redención del mundo.
Melchor, Gaspar y Baltazar llegaron a Belén. Al contemplar el rostro, el diminuto del cuerpo del pequeño, se maravillaron al apreciar cómo fue vertida sobre la raza humana la grandeza de Dios. Había nacido Jesús el salvador.
¿Falso o verdadero? La tradición lo señala, la religión lo testimonia, la fe universal lo hace cierto. Pero si faltase alguna referencia más la astronomía de ese tiempo hace ver que un suceso magnífico se produjo en el cual, posiblemente en el año 7 a.C., cuando se evidenció la conjunción de Júpiter y Saturno en Piscis suceso poco común y que se aproxima a la fecha del nacimiento de Cristo. “El fenómeno astronómico mencionado en el segundo capítulo de San Mateo ha de ser estimado como un suceso de indudable carácter histórico” tal y como lo afirmó Richard Hennig. En consecuencia, son grandes y admirables los prodigios de Dios.