En la era anterior a la aparición del cristianismo no existía la libertad tal y como hoy la conocemos. De todos es conocido el hecho de que tener esclavos era una práctica muy habitual. Incluso se tiene constancia que, en los pueblos más primitivos, los hombres secuestraban a las mujeres con las que querían convivir y tener hijos con el fin de perpetuar la especie humana.
La esclavitud se ha presentado a lo largo de los tiempos de muy diversas maneras y no pocas veces, disfrazada de libertad. Tal es el caso que nos encontramos a partir de la Ilustración que con el lema: igualdad, fraternidad, libertad, se nos encerró en un círculo peligroso en el que aún permanecemos.
Pero no sólo en el mundo ateo se nos ha colado una libertad maliciosa que nos trae mayores opresiones. En el seno de la propia iglesia, desde que existe hace más de 2000 años, son numerosos los atentados a esa libertad que Cristo nos entregó con su muerte y resurrección.
San Agustín fue uno de los máximos representantes de la lucha que, entre los cristianos, se llevó a cabo por defender la religión cristiana en los primeros siglos de la cristiandad. Frente a lo que Pelagio en el siglo IV proclamaba, no dudó en desmentirlo. El pelagianismo promulgaba que es suficiente el libre albedrío otorgado por Dios para hacer las cosas, sin necesidad de la gracia del Espíritu Santo. De hecho, también negaban el pecado original. Creía, por el contrario, como nos indica el sacerdote José María Iraburu en una entrevista[1], que la naturaleza del hombre está sana y que por sus propias fuerzas puede su libre albedrío mantenerse en el bien. Es, como podrá apreciar el lector, una visión naturalista muy de moda hoy en día con tanta atención desmesurada hacia la naturaleza. ¿Nadie se pregunta a qué viene tanta obsesión por darle esa excesiva importancia al medio ambiente? Que, si bien es algo de sentido común el cuidado de todo lo que Dios nos ha regalado, yo me pregunto por qué hay ciertas personas dedicadas al mundo empresarial, a las grandes tecnologías o a la banca incluso, dedicando tanto esfuerzo hacia este fin.
Si levantara la cabeza S. Agustín no daría crédito a lo que está ocurriendo en la actualidad. Todos estos errores, herejías bien claras que atentan contra la esencia verdadera del cristianismo católico, están siendo, no solo aceptadas por gran parte de los fieles cristianos, si no por no pocos miembros de esa jerarquía eclesial que cada vez más se asemeja a los dirigentes de una ONG, que a pastores que cuidan y dan la vida por sus ovejas[2] denunciando a todos los que con piel de cordero esconden las garras de ideologías devoradoras.
Defender el libre albedrío como la verdadera libertad es un error que está pasando factura. Nuestra naturaleza es limitada, inclinada hacia el mal y no es cuestión de ser creyente o no, es algo innato y propio de toda persona humana. La libertad es una dimensión dada por Dios, pero hay que saber desarrollarla y dirigirla. Todos estamos rodeados de cosas que nos esclavizan pensando que nos hacen ser más felices: esclavos de los afectos, de que nos tengan en cuenta, que nos quieran, esclavos de vicios, del dinero, del sexo o del propio cuerpo. Somos capaces de hacer cualquier sacrificio con tal de alcanzar esa promesa estéril de felicidad. Y para ello nos dejamos llevar sin más por lo que “libremente” pensamos que es lo correcto, lo verdadero y lo bueno.
Pero también, como comentaba al principio de este escrito, otras son las formas de opresión que nos quitan la libertad hacia la que todos estamos llamados a encauzar nuestra vida.
En 1829 Pío VIII exponía en la Encíclica Traditi Humilitati[3] sobre “los males que tienen como blanco a la Santa Sede, alertando también de las sociedades secretas que pretenden mediante las escuelas, formar el corazón y el entendimiento de los discípulos con doctrinas contrarias a las de Dios”. Y Pío XI en 1933 en la Dilectissima Nobis[4], hablaba de los daños espirituales ya constatables en la sociedad española, se lamentaba del nuevo expolio del patrimonio de la Iglesia de cuyos bienes se estaba beneficiando el Estado, y de su preocupación por las legislaciones laicistas masónicas que suponían un intento de “educar a las nuevas generaciones no ya en la indiferencia religiosa, sino con un espíritu anticristiano, arrancar de las almas de los jóvenes los tradicionales sentimientos católicos tan profundamente arraigados en el buen pueblo español y secularizar así toda la enseñanza, inspirada hasta ahora en la religión y moral católica”[5]. Casi un siglo más tarde no sólo estas palabras parecen haber sido escritas para los tiempos que estamos viviendo si no que ya se perciben claramente los frutos de esta injerencia ideológica dentro de la misma Iglesia.
San Juán Pablo II vivió durante un régimen comunista y sabía muy bien de lo que hablaba cuando en la Carta Encíclica Centesimus Annus, avisaba sobre la llegada de ideologías dominantes desde el siglo XIX principalmente, que sometieron a la sociedad a nuevas formas de injusticia y esclavitud detrás de la esperanza de nuevas libertades. Concepciones socialistas de entender las relaciones humanas en las distintas esferas sociales, que no han hecho más que transformarse actualmente en una lucha absurda e infundada entre nosotros haciéndonos perder el origen de nuestra existencia y el sentido y fin de nuestro vivir.
¿Por qué dijo Cristo que la verdad nos hace libres? ¿Qué verdad vale hoy en un mundo relativista, donde todo gira en torno a lo tangible, material, perecedero y limitado? Esa Verdad traspasa cualquier ideología, fronteras y hasta el tiempo. Sólo Él nos puede penetrar con la luz que ilumina las tinieblas que nos envuelven a diario. El mundo no lo conoce por eso vive esclavo buscando la felicidad en aquello que nunca se la dará. Nosotros, los que permanecemos fieles a esa Verdad, sabemos que es el Amor de Dios, el saberse amado y perdonado eternamente, es lo único que libera plenamente, el vivir con la mirada puesta en un más allá hacia el que no dirigimos cada día con la esperanza de alcanzar la verdadera felicidad.
No podemos tender puentes dentro de la Iglesia que abracen doctrinas falsas y heréticas que engañan a tantas personas sumergidas en grandes confusiones y sufrimientos. Antes el mal lo causó el pelagianismo, hoy una nueva versión disfrazada de tolerancia, diversidad, respeto e igualdad que baja a Dios de su trono ensalzando al hombre como todopoderoso. Nos jugamos mucho, nos jugamos nuestra propia alma.
Un saludo, la Paz y hasta muy pronto:
ALICIA BEATRIZ MONTES FERRER
[1] (332) Pecado –4. Pelagianismo histórico y actual (infocatolica.com)
[2] Jn 21, 15-17
[3] https://www.vatican.va/content/pius-viii/it/documents/enciclica-traditi-humilitati-24-maggio-1829.html
[4] https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19330603_dilectissima-nobis.html
[5] Alberto Bárcena. Iglesia y masonería. Ed. San Román. Madrid. 2016. P.261.