Cuando nos casamos
Al margen de cualquier circunstancia que acompañe a la boda, de los modos de ser de los contrayentes y de sus familias, de la preparación de unos y otros, de la buena voluntad que pongan en el empeño y con la que inicien la convivencia en común, quienes se unen en matrimonio se enfrentan siempre e inevitablemente con una diferencia muy característica y, al menos en un primer momento, no fácil de percibir y, menos aún, de superar.
Por eso me atrevo a calificarla como la diferencia más radical entre los cónyuges.
- No se trata solo de la diferencia entre varón y mujer, de la que cada vez se habla más y que a todos nos va sonando, aunque quizá nunca acabemos de comprenderla.
- Ni de las que pueden provenir del particular temperamento y modo de ser y actuar del esposo y la esposa.
- Sino de la diferencia entre las familias de origen y el respectivo modo de vivir de cada una de ellas.
Los recién casados se encuentran siempre con las diferencias derivadas del modo como concebían la vida y organizaban el hogar sus respectivas familias de origen.
¿Por ejemplo?
No necesito esforzarme mucho para encontrar un ejemplo, porque el que voy a esbozar refleja bastante fielmente las diferencias entre mi propia familia de origen y la de mi esposa.
Bastará con afirmar que mi padre era militar, y el de mi mujer, filósofo.
El resto lo dejo a la imaginación del lector y me centro solo en los horarios; en particular, en el de la comida del mediodía.
- En mi casa, durante años, las comidas tendían a ser a hora fija, hacia las dos y media de la tarde.
- En la de mi mujer, dependía de múltiples factores, entre otros, de la locuacidad de mi suegro, un hombre con una inteligencia y un sentido del humor tan extraordinarios que, cuando comenzaba a hablar, hacía que quienes le escuchaban se olvidaran literalmente hasta de comer… a no ser que, como yo, llevaran casi treinta años haciéndolo día tras día, militarmente, a la misma hora: a un estómago así habituado no se le puede engañar ni siquiera con la magia de una estupenda conversación.
Más ejemplos
Las diferencias pueden multiplicarse casi al infinito, y referirse a cuestiones de relieve o a minucias, que cada uno de los cónyuges percibe sin embargo, de ordinario, como muy relevantes, porque chocan con el modo como ha vivido hasta que se casó.
Pueden, por ejemplo, afectar a realidades más de fondo, como:
- la importancia que de hecho se otorga a las prácticas religiosas en el conjunto de la vida personal y familiar;
- las relaciones de cada uno con sus respectivos padres y con los del cónyuge: más cercanas o más formales, periódicas o en función de las circunstancias, juntamente con el otro cónyuge (y, en su caso, los hijos) o con momentos exclusivos para cada uno;
- la conveniencia de conservar y cultivar las amistades previas a la boda y de presentarlas al cónyuge y convertirlas en amistades comunes;
- la necesidad de adquirir una cultura, al menos básica, en artes, ciencias o política;
- y muchísimas otras, que cada uno podría añadir.
Y pueden referirse a asuntos menos relevantes (así lo parecen a quien no los sufre) o meramente organizativos:
- a la oportunidad de hacer todas o las principales de las comidas en familia o no;
- a los horarios, más rígidos o más flexibles;
- al hecho de que las puertas deban estar habitualmente abiertas o cerradas;
- al mayor o menor cuidado, durante las comidas en común, de la disposición de los platos y cubiertos, del modo de servirse, de participar en la conversación de todos, de estar más o menos pendientes de los demás, etc.;
- al ritmo (o la falta de él) con que su cierran o abren las persianas y las ventanas;
- ¡e incluso al modo de utilizar y de “dejar” el tubo de la pasta de dientes o el rollo de papel higiénico!
Las diferencias entre las respectivas familias de origen se “reflejan” en el nuevo hogar y pueden ser fuente de problemas.
La raíz del problema
El verdadero problema deriva del hecho, cada vez más comprobado, de que los primeros años de vida dejan una honda huella en la manera de ser y de juzgar la realidad de cualquier ser humano.
Y es lógico:
- Quien ha vivido durante alrededor de dos decenios de un modo particular acaba convencido no tanto de que esa es una de las maneras posibles de organizar la convivencia, sino que es el modo de hacerlo.
- Puesto que no ha conocido-vivido otro, el de su propia familia es el modo como se vive, como se debe vivir… y todos los demás, incluido el del cónyuge, son malos.
Se trata de algo lógico y de entrada casi inevitable.
Pero conviene notar buena nota y prestarle la atención que reclama, para impedir sus efectos más nocivos: en resumen, el que, casi sin proponérselo, cada cónyuge tiende a “imponer” al otro las costumbres de su familia de origen, que son las que considera buenas, y a rechazar o aceptar muy a regañadientes las que provienen de la familia del cónyuge, que inconscientemente tiende a tildar de malas.
Casi inevitablemente, consideramos la manera como se vivía en nuestra familia de origen como el modo en que “hay que” vivir en el propio hogar, como “la” manera adecuada de organizarlo.
Su “evolución”
Si el lector no está de acuerdo con lo que afirmo, probablemente se deba a que él sí que está pensando, precisamente ahora, al leerme, lo absurdo que podría parecer cuanto expongo.
- Visto así, en teoría y en general, parece bastante obvio que existe más de una manera de vivir en familia, cada una con sus ventajas y sus inconvenientes.
- Sin embargo, a los casados, la experiencia nos dice que muy pocas personas, casi ninguna, se han hecho seriamente esta reflexión antes de contraer matrimonio; y que, a lo largo de la vida conyugal, tampoco son muchas las que lo han pensado por sí solas, sin la ayuda de alguna lectura o de alguien con más conocimiento, que les adviertan.
- Incluso cabría afirmar que, a medida que van pasando los años, en lugar de caer en la cuenta de lo que sucede e intentar ponerle remedio, suavizando los respectivos puntos de vista, los cónyuges suelen inconscientemente reafirmar sus posturas iniciales —el modo como debe organizarse mi hogar es el que viví en casa de mis padres—, con los inconvenientes que de ahí se derivan y que van haciéndose cada vez más continuos y radicales.
Si no se advierte la necesidad de modular las diferencias provocadas por las familias de origen, para crear un modo nuevo de organizar la propia, la tensión puede ir creciendo con los años y generar desencuentros incluso graves.
Para terminar
No puedo esbozar ahora los distintos desarrollos de este problema o las diversas maneras de encontrarle solución una vez que se ha ido haciendo fuerte en el seno de un matrimonio.
Me importaba más bien:
a) Por un lado, conocer un poco más de cerca el papel de las diferencias en la vida humana, a la luz de una de ellas, que prácticamente experimentará, con más o menos virulencia, cualquier persona casada.
b) Por otro, advertir que la situación que se genere será muy distinta:
- Si esta y otras diferencias se consideran simples modos diversos de ser o de comportarse, pero no necesariamente mejores o peores que los restantes
- O si, por el contrario, uno está convencido de que su propia manera de ser o de actuar es sin duda la buena, y la del cónyuge, por consiguiente, la menos-buena o incluso la mala
c) Por último, ayudar a ser conscientes de que esto último depende en gran medida de que se logre sacar o no a la luz el origen de las diversas diferencias, como veremos en otra ocasión.
Entender con claridad lo que son las diferencias y sus respectivos orígenes es imprescindible para encontrar la solución adecuada a los distintos problemas que plantean, en la vida conyugal y familiar.