“¡Ay, Carmela! ¡Ay, Carmela!”… ayer oí tu canción por primera vez. Hace tiempo que sabía de ella, pero me negué a escucharla. Ayer, sin embargo, escuché tus palabras y la piel se me erizó y el corazón se me encogió.
No sé qué tienen las epopeyas que siempre me conmueven.
Lo verdaderamente impactante fue que, cuando me acosté, tu canción resonaba en las paredes de mi dolorida cabeza, obligándome a dar vueltas, con las imágenes de españoles luchando por su vida y por su patria, cayendo uno tras otro. Todos luchaban por el mismo doblón de oro, pero un lado del Ebro luchaba por la cara, y otro por la Cruz. Ese doblón se cobró con vidas que España llora en lágrimas de sangre ochenta y tres años después.
¡Ay, Carmela! nos han vendido que la muerte es heroica y mítica, pero no lo es. La muerte es tragedia. Hay tragedias que hemos aprendido a amar, como Romeo y Julieta. El final de una tragedia solo puede evitarlo el escritor, Carmela; pero si no hay más remedio, al menos podemos apreciarla, como Gran Torino, Marina o Bajo la misma estrella. Porque hay belleza en su sacrificio, Carmela, y te lo digo yo que me había negado a escucharte por miedo a que me decepcionaras, o que me conmovieras… No lo sé. Lo que sí sé, es que, aunque mi ideología no ha cambiado, ahora veo con los ojos del río que vio morir a sus hijos en la más cruenta de las contiendas: la de una guerra entre hermanos.
Quiero que cada vez que se te cante, Carmela, sea para recordar el sacrificio que todos los españoles hicieron, y no para menospreciar el de la otra ribera. Quiero que cada vez que se cante “Yo tenía un camarada”, sea para hacerle honores y no para llamar asesinos a gente que luchaba por su vida y por su país. Quiero que nadie tenga que volver a cantar “En tierra extraña” desde el exilio. Quiero que la música sea letra de paz, y no prólogo de guerra; pero seguro que tú también querías muchas cosas, Carmela, y sin embargo, tuviste que oír cómo te cantaban una historia de sangre como quien cuenta que ha perdido jugando al póker o que se le ha olvidado comprar el pan: con decepción, pero con ganas de enmendarlo; sin miedo a echar otra partida.
Te admiro, Carmela. A ti y a ellos, que dieron su vida por sus ideas; y aunque agradezco que perdieran, no merecen menos honor por ello, porque no sé cuantos españoles a día de hoy se sacrificarían por su España, no la que tenemos, sino la que queremos.
Por una parte me alegra saber que no muchos, porque nos ahorrará a las dos tener que oírte en boca de hermanos que van a morir; pero por otra parte me decepciona que ya no queden de esos “rojos” de los que disiento, pero a los que admiro, y solo haya ratas que han convertido tu nombre en un insulto para la derecha, que han convertido cuatro meses de resistencia, de dolor, de miedo, de sacrificio y de valor para ambos lados en un sacrilegio del que se habla sin saber.
¡Ay, Carmela! Ojalá que al escucharte, todo el mundo recordase lo que sufrió un país para que nosotros pudiésemos tener la España que cada uno quería para sus hijos y no para que volviésemos al mismo cuento que tantas vidas costó, como si las del otro bando no valiesen nada por querer la otra cara del doblón.